No suelo escribir acerca de mi vida personal, pero hoy es un buen momento para escribirle a través de este espacio, a mi único y amado Padre.
Gracias a Dios en vida, desde pequeña, le he escrito millones de cartas, y le he dado todos los abrazos que he podido. Estamos en paz, no dejamos nada librado al después, pero pese a ello, la nostalgia siempre me invade, las lágrimas afloran dentro de la caja de recuerdos que guarda el alma y los ojos se nublan mirando momentos que ya no volverán.
Y uno piensa, se pregunta, lo sigo extrañando como el primer día, y a veces sentís la impotencia de no haber estado en sus últimos días; perdón, pero su partida fue un día soleado de junio del 2020, una fecha que para algunos como yo, viajar a despedir a nuestros seres amados que morían de sus enfermedades crónicas como un cáncer, no estaba permitido, paradoja de ese momento o maldad.
Y cuando uno se da cuenta, se dice a si mismo: pero si fue y será el único padre que he tenido y tendré. No importa la edad. Ser Padre e hija no tiene edad...
Y cuando uno se da cuenta, ha pasado el tiempo, las tardes al regreso del cole, y escuchar esa voz pausada pero firme, clara y tranquila, llena de paz, que preguntaba: “¿Y dime hijita, que has aprendido hoy en la escuela?”
Y cuando te das cuenta, se nos voló la escuela, los libros, las tardes de universidad, y las largas noches de estudio y las mil preguntas que mi padre respondía como un libro eterno de sabiduría plena.
Y cuando te das cuenta, las comidas, las vacaciones, los domingos, los cumples, los paseos, la cotidianeidad en familia, toma otro camino, con esas alas que nos salieron con su enseñanza, volando lejos en busca de otros cielos de aprendizaje y experiencias, otros aromas de mañana y otros colores de atardecer.
Y cuando te das cuenta, el aroma de la casa de los padres se llena de otros seres “pequeños” que corren y juegan a sacarle la billetera del bolsillo de atrás, escondiéndose entre risas picaronas.
Y cuando volvemos a mirar, la mesa está de nuevo llena, aunque espaciados los encuentros por la corrida de la vida, el trabajo y la distancia. Pero uno mira y ¡está Papá!
Y cuando volvemos a mirar detrás del espejo del tiempo, ya las piernas están más lentas, pero la voluntad sigue siendo la más tenaz y fuerte.
Y cuando volvemos a mirar, el pelo puede haber cambiado de color, pero no las ideas, ni los códigos, ni las enseñanzas, ni la conducta, cambiaron de color. Y vemos la huella del camino recorrido, y observamos agradeciendo todas las virtudes que nos han legado, y todo el esfuerzo que nos han dedicado, las horas de laburo fuera y dentro de casa, para que nada faltara, pero tampoco nada sobraba.
Y cuando mirás con ojos de tiempo en la lente de una cámara rápida, ves la mesa con comida, los consejos, los libros nuevos para el cole, la tardes enseñándonos esa materia difícil, o esa voz que te decía ante ciertos pedidos nuestros: “pregúntale a tu mamá”, su ritmo a la par, su paso a paso, su compañera en este proceso.
Y cuando uno mira con ojos de tiempo a través de la lente de una cámara lenta, querés poner pause y detenerte allí, querés volver en un viaje del tiempo al pasado, envueltos en una especial máquina del tiempo, llena de afectos y paz, para correr a abrazarlo a la salida del colegio, o a esconderse cuando nos buscaba en las americanas, entrando a la fiesta y los amigos decían: “¡Las busca su papá, chicas!”
Que lindo viaje sería, ¿no?
No aprendemos a ser hijos ni a ser padres. Tampoco dejamos nunca pese a la edad, de ser hijos y padres.
Sí, aprendemos a ser mejores hijos a medida que somos padres y vemos lo que los padres hacen por nosotros, sus hijos.
Es un legado que viaja de generación en generación, marcando las huellas del camino recorrido.
Es el camino de la vida, donde la marca de esa huella llamada Padre, Papá, Papi, Pa, es la palabra que al pasar el tiempo como viento que se lleva la vida, vuelve en una mariposa, colibrí, en una pluma, en una hoja, en una brisa, en un sol, en una estrella, en un cielo, en una melodía, en un momento, en un recuerdo que se posa en nuestras manos.
Y en todas esas circunstancias, brotan desde el alma, lágrimas de colores, que empañan nuestros ojos, al recordar las manos laboriosas de ese Padre, esa mirada atenta a cada paso de nuestra vida, esa voz que nos daba la paz que todo hijo necesita y esas palabras que nos hacían sentir que el mundo puede ser un lugar lindo para ser vivido.
¡Feliz día Papá! ¡Hoy y siempre te abrazo mirando al cielo!
¡Hasta un próximo abrazo, estimado lector!
LA AUTORA
PAULA MONSBERGER ES: MAGISTER EN RELACIONES INTERNACIONALES. LIC. EN CIENCIA POLÍTICA, RELACIONES INTERNACIONALES Y COMERCIO INTERNACIONAL. PROFESORA DE ALEMÁN. MAESTRA EN DECLAMACIÓN Y RECITADO. CONDUCTORA DE RADIO Y TV. ACTRIZ.