Juan Parafán saluda tímidamente, toma entre sus manos con ternura inusitada un bloque de piedra que guarda imágenes rupestres, su pulso es firme, sus años cuentan siete décadas, su mirada cansada aunque amorosa. Su piel morena habla del sol que castiga en este paraje desértico, increíble y emblemático, me encuentro en Los Colorados.
Pido que Juan sea mi guía, su corazón es bonachón, se trasluce en sus ojos, me cautiva su suave manera de estar. Sube al auto con su cantimplora en la mano, me pregunta dónde deseo comenzar el recorrido, el camino de tierra polvorienta es extenso y avanzamos lentamente, con reverencia, cual templo natural de historia casi sacra. Juan empieza a responder mis preguntas constantes con un dejo de vergüenza pasajera, a los pocos minutos empieza a relatarme su historia. Me conmueve profundamente este peculiar personaje, que pinta en alma y cuerpo a los habitantes del pueblo que vela por Los Colorados. El arribo al pueblo siendo empleado Ferroviario, en sus años mozo, junto a su esposa con quien fundo una familia numerosa, ¡11 hijos! de los cuales tres continúan en Los Colorados, con sus respectivas familias. Llego casi cuatro décadas atrás, es uno de los poquísimos habitantes más antiguos del lugar actualmente.
¿Como fue llegar aquí en aquel tiempo?, pregunto. Y comienza evocando los recuerdos cuando el tren le daba vida a estos llanos, sobre todo noto una leve cadencia nostálgica en su relato. Rápidamente pasa a una anécdota de su infancia, cuenta que desde pequeño supo de sacrificios familiares, fue el mayor de sus hermanos, su familia se instaló en Vichigasta, y desde sus infantiles 12 años, atravesaba completamente ese paraje hasta el pie del Velasco, a lomo de burro, lo hacía en soledad con su animal y la carga, que contenía insumos para sus abuelos. Le correspondía esa responsabilidad no solo por el aislamiento en el que vivían, sino también por que asumió que era el deber.
No tiene su relato ningún halo de resentimiento, lo cuenta con una dulzura singular, habla muy bajito, me esfuerzo por no perderme una sola de sus palabras, y continúa: iniciaba su travesía muy temprano, pues le tomaba un día entero de camino, recorría unos 60 kilómetros, había elegido un árbol como rincón de descanso. Lo imagino chango, fuerte y pequeño, decidido pero pacifico, valiente y audaz. Tenía una técnica muy creativa, para darle descanso al burro de esa pesada carga, y como bien dice él, "era tan chiquito que no me daban las fuerzas para descargarlo y volver a montar la carga en el animal", entonces se encaramaba a su árbol, y pasaba un palo que atravesaba la carga del burro, lo colgaba del árbol, y le permitía tomar el mismo descanso juntos. Un acto tan empático con su compañero de viaje, no hace más que mostrarlo con una bondad increíble. Qué pensamientos habrían pasado por la cabecita de aquel Juan, mientras descansaba bajo su árbol, llegaba a destino al anochecer, al día siguiente retornaba al despuntar el alba. El lunes todo seguía igual, la escuela y los quehaceres. No registra la edad exacta desde que ya supo montar. Mas no contaban con caballos, solo tenían unos burros, Juan es de los que aprendió a domar lo más desafiante que tiene el ser humano, un carácter labrado bajo trabajo y sacrificios combinados con él a hermoso arte del amor.
Juan me observa asombrado mientras tomo fotografías con técnicas propias, usando mi muleta cual trípode. Intercambiamos miradas y sonríe. Me regala complicidad sin hablar, el entiende mucho más que y de los desafíos que la vida puede presentarnos. Me sigue narrando anécdotas, las colecciono en mi memoria, y las guardo en fotografías, Juan es un nativo de corazón noble, gauchesco, tímido, ha conocido tantas personas de diferentes nacionalidades, y ese intercambio le regalo un arco iris de experiencias enriquecedoras.
En esencia es un artista de la vida, me recita unos versos creados por él mismo, inspirados en la historia de su tierra Federal, viviendo entre sus cerros. También me muestra pequeñas obras de arte que labra en madera, un Tatú Carreta con detalles hermosos en su diseño, una serpiente hecha de un palo torcido, que bajo sus manos cobro identidad. Juan se queda cerca mientras sigo hablando con Natalia, su hija, la generación de su familia que sigue dándole valor a este fabuloso pueblo.
Él es apenas un esbozo de la belleza humana que nació y seguramente descansará bajo el cielo de Los Colorados. Un grato heredero de la historia más pura y me fascina contarla. "Si ustedes me preguntan quién dibujo esas sierras, y le dio esas formas tan bellas, yo les diré que con el tiempo las dibujan los aguaceros, y las van lijando el viento", Juan P.
Si visitan los Colorados, no se pierdan conocer a Juan, es un plus del parque, trasmite magia al hablar, pidan unas ricas empanadas árabes, y siéntense en la esquina del pueblito, frente a la escuela, que está al lado de la capilla, el viento sopla amable ahí, y el perfume de jarilla ingresa hasta el alma, compren las cremas naturales que hacen sus mujeres, y llévense una escultura de madera labrada por Juan… para no olvidar que existe un rincón Riojano que tiene herederos de raza pura. ¡No se van Arrepentir!
SARA GONZALEZ
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