Por Sara González Cañete
Hay existencias que irrumpen sin estrépito, con la pausada elocuencia de la savia en la rama. Él, el artista entre almendros, es uno de esos encuentros predestinados que la vida, en su osadía más fina, reservó para mi alma sedienta. El tiene una tesitura armoniosa apacible como la brisa, el cabello nevado sobre la frente. Su andar, es un compás lento que mide el tiempo en latidos antiguos. En esa quietud, pude intuir la profundidad de su ser. Al mirarlo a través de sus ojos, observé un corazón transparente, linaje noble y especial. Su coherencia y cordialidad, un detalle que siempre es imbatible y escaso en estos tiempos. Su afecto se derramaba como miel tibia, sin prisas. Él, es un caudal de historias a flor de piel. Cada encuentro tiene el marco de vivencias únicas, entre la geografía perfecta y los relatos, mi aventura no tiene prisa ni limitación entre la parva de su saber. Me detengo junto a él, lo observo de manera tal que nada escapa de mis inquietas preguntas. Con la gastronomía construimos un puente y los caminos, que me va mostrando tiene la brújula de su palabra. Parece haber vivido múltiples vidas, quizás, ecos de otros siglos resonando en el presente. Mi padre decía que observar la naturaleza, era un deleite… cada vez afirmo más sus pensamientos. La Rioja tiene artesanía en su detalle natural, y Él, es uno de mis anfitriones predilectos en esta tierra federal. Si tuviera que definir al rojano… quisiera sublimarlo a él… en cada rincón de esta maravillosa geografía. El tiempo es un tirano de ropaje escurridizo, se evaporaba a su lado como rocío en la mañana riojana. Algunas veces quisiera comprar días y vidas para escucharlo, Pablo con su manía de ser inmediatamente querido… Su modo amoroso de vivir y el dejo prístino de su ser. Nunca falla en mostrar el contorno exacto de la verdad en sus relatos. Me tiene cautivada y mi avidez por saber más, no parece agotarse cerca de él. Pablo me estrujó, no el físico, sino el del alma, singular como una sinfonía de orquesta que irrumpe, y sin embargo, también con el eco visceral de un alarido de dolor contenido. En el arte de sus creaciones se instala en mi asombro, sigo admirando su destreza artística, la expresión de un sismo intelectual. La precisión implacable de la naturaleza se anida en su mirada, invadiendo cada rincón de mi curiosidad y abre un boquete a la reflexión. Él vive entre almendros. En esa finca, que es un oasis de paz y creación, regala la vivencia de conocerlo, de descorrer el velo. Un día de aquellos en los que mis preguntas interrumpieron su día, el construyó y bautizó una “APACHETA” para mí… En mi enorme asombro no puedo dejar de maravillarme ante su forma de amar. En la entrada de la “Finca Los Almendros” hay una apacheta y esta consagrada bajo mi nombre… Dejo mi arte en palabras con esta reverencia, para mí, fue un reencuentro de otro tiempo, un mapa de contornos olvidados que volvía a dibujarse. En un momento de silencio compartido, su sonrisa me recibió con la infinita calidez del abrazo de un amigo perpetuo. Un pacto, sin palabras, sellado por la luz tamizada entre la floración y el fruto de los almendros. Y allí, en esa fragancia que se eleva, entendí que hay vidas que son, en sí mismas, la metáfora perfecta. Te veo pronto, te quiero siempre y en todas las vidas me sentaré a los pies de tu sabiduría.
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