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1591 Cultura + Espectáculos LECTURAS

La esperanza en los bordes del mundo

Una reseña para el libro "La tersura del silencio" del escritor Alejandro Cesario.
Fernando Viano

Por Fernando Viano

Hay poetas que escriben desde la herida y otros que escriben desde la cicatriz. Alejandro Cesario, en “La tersura del silencio”, parece hacerlo desde ambos lugares a la vez: del lado de la intemperie, donde aún sangra el mundo, y del lado del cuidado, donde la palabra intenta suturar lo que queda. Su poesía, siempre fiel a los márgenes, confirma aquí una maduración silenciosa. No renuncia a la crudeza de la mirada ni a la pobreza de los escenarios que la habitan, pero algo se ilumina: una claridad mínima, como la del amanecer que se filtra entre los restos del despojo.

Diego Rodríguez Reis advierte en el prólogo -compartido con Cecilia Fresco- que en este libro “hay más felicidad que en los poemarios anteriores”. No una felicidad luminosa, sino “tierna y algo tristona”, una felicidad que no borra la pena sino que convive con ella, como en los cuadros de Murillo. Fresco lo complementa: no se trata de romantizar la miseria, sino de encontrar la belleza en los lugares donde apenas sobrevive la existencia. Esa doble mirada define el corazón de “La tersura del silencio”: el poeta ya no observa desde afuera, sino que participa, se sienta junto al mencho y la menchita que ceban mate al borde del vertedero, y desde ahí escribe, con la misma ternura con la que se brega al frío y a la indiferencia del universo.

La poética de Cesario siempre estuvo sostenida por una ética del mirar. Con obras (entre muchas otras) como “Una hilacha en lo real” -aquel mapa doliente de la Argentina profunda- su voz se ha distinguido por un modo de atención al otro que rehúye el testimonio fácil y la denuncia altisonante. Su realismo no es sociológico, sino ontológico: es una forma de estar en el mundo. En esa continuidad, “La tersura del silencio” prolonga la observación de lo marginal, pero con un giro tonal decisivo: ahora el dolor convive con una ternura contenida, una forma de consuelo que no niega la herida. El poeta sigue entre los suyos -entre los desposeídos, los huérfanos, los trabajadores que vuelven al rancho-, pero la mirada se ha templado, se ha vuelto -quizás- más piadosa.

El lenguaje, en Cesario, es siempre trabajo: no capricho ni ornamento, sino un modo de excavar. Cada palabra parece haber sido elegida con la precisión de quien talla una piedra. En este libro, esa minuciosidad se orienta hacia la imagen más que hacia la estructura: Reis lo señala al observar que “el afán de pintar las escenas aventaja al preciosismo lexical”. Y sin embargo, esas palabras raras -“crismón”, “zahúrda”, “ñustas”, “alabastrino”- sobreviven como ecos de una lengua arcaica que se resiste al desgaste. No son lujo, sino memoria. Cesario sabe que en el uso de una palabra olvidada también se restituye una vida olvidada.

Esa lengua, al mismo tiempo, impone un ritmo de lectura: obliga a detenerse, a leer despacio, a no pasar de largo. La tersura, en ese sentido, no es solo temática: es también temporal. Frente a la vorágine de un mundo que devora sus propias imágenes, Cesario nos invita a recuperar el tiempo del mirar. Sus poemas -breves, condensados, a veces de apenas tres o cuatro versos- actúan como estampas: fragmentos de realidad donde el lenguaje no explica, apenas sugiere. Cecilia Fresco compara esta serie con Hecho de estampas de Jacobo Fijman, y la analogía es precisa: en ambos casos la poesía aparece como conjunción de piedad, amor, inclemencia y dolor. Pero donde Fijman se encierra en la mística, Cesario permanece en la tierra, entre los hombres.

En esos fragmentos, lo humano resplandece con una luz tenue. El poema “Colonia Nueva Esperanza”, citado en el prólogo, muestra a “el mencho y la menchita” riendo al costado del basural. En “Pibito”, otro texto ejemplar, el niño de la calle es “el mendrugo, la redada, el carro con cartones”, pero también “el terso resuello de un sueño”. El verso abre una grieta por donde se cuela la esperanza: el sueño como respiración, como acto de persistir en la vida aun cuando la vida parece negarse. Ahí está la grandeza de Cesario: en encontrar, en medio del barro, el gesto que todavía tiembla.

La economía del lenguaje -que ya era marca de estilo en Cesario- adquiere ahora una dimensión espiritual. El silencio es parte del poema, su materia oscura. Cesario escribe con la conciencia de que lo que no se dice puede resonar más que cualquier palabra. De ahí que cada poema funcione como una meditación sobre el límite: lo que se muestra y lo que se calla, lo que se conserva y lo que se pierde. En esa tensión se construye la belleza.

Hay también en este libro una lección de ética-estética: el poeta que mira no es un juez, es un acompañante. El yo poético se borra hasta volverse colectivo; no hay distancia entre el autor y los seres que pueblan sus versos. Es la mirada del que comparte, no la del que observa. Esa cercanía vuelve más punzante la lectura: no hay escapatoria posible al dolor, pero tampoco a la ternura.

“La tersura del silencio” puede leerse como una continuación natural de “Una hilacha en lo real”, pero también como su contrapunto. Si aquel libro mostraba la intemperie, éste ofrece una cierta forma de abrigo. Si antes la palabra era una hilacha que se sostenía contra el viento, ahora es una tersura que lo enfrenta con calma. En ambos casos, la poesía opera como resistencia: una manera de no ceder ante la indiferencia del mundo.

Reis y Fresco cierran su prólogo con una frase que resume todo: “la tersura del silencio, la ternura del poema para bregar al frío y la indiferencia del universo”. Esa brega es, quizás, la definición más justa de la tarea poética de Cesario. Bregar al frío no es vencerlo: es persistir, abrigarse con las palabras, seguir nombrando cuando todo invita al silencio.

Con este libro, Alejandro Cesario confirma una poética inconfundible: austera, precisa, empática. Una poesía que no busca el brillo de la forma, sino la verdad del fondo; que encuentra belleza en lo que resiste, y esperanza en lo que apenas sobrevive. En tiempos de ruido y desmemoria, “La tersura del silencio” nos recuerda que el poema sigue siendo un lugar donde la humanidad -esa frágil, dañada, persistente humanidad- puede reconocerse y, aunque sea por un instante, volver a respirar.

PIBITO

Es el mendrugo.

Es la redada.

Es carro con cartones.

Es buz leporino.

Y también,

es el terso

resuello de un sueño.

COLONIA NUEVA ESPERANZA

Ahí,

en el vertedero del barrio,

donde lo humano perece

y se troncha la ilusión,

ahí,

cerquita de la cava,

cebando mate,

el mencho y la menchita

carcajean.

EL AUTOR

ALEJANDRO CESARIO (BUENOS AIRES, 1967). PUBLICÓ LA NOVELA ESAS MIRADAS TRISTES -UN VIAJE POR LA PATAGONIA (2006); LOS LIBROS DE POEMAS EL HUMO DE LA CHIMENEA (2009), FRAGOR DE BORRASCAS (2011), CIERVO NEGRO (2012), ESTACIÓN DE CHAPAS (2013) CON EDICIONES DEL DOCK, LA ÚLTIMA SOMBRA (2015), EL BRUTO MURO DE LA CASA PROPIA (2018), TONADA QUE NO CANTA (2020), CON EDICIONES LA YUNTA Y UNA HILACHA EN LO REAL (2022). MENCIÓN DE HONOR 2021-2022, POR LA SEP (SOCIEDAD DE ESCRITORES DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES) CON EDICIONES CARTOGRAFFAS, RÍO CUARTO. INTEGRÓ: ANTOLOGÍA FEDERAL DE POESÍA DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES (CONSEJO FEDERAL DE INVERSIONES, 2019) Y POESÍA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA, TOMO L, PARTE TRIGÉSIMA (FUNDACIÓN ARGENTINA PARA LA POESÍA, 2025). DIRIGE JUNTO A ROBERTO RASCHELLA Y DANIEL RIQUELME EDICIONES LA YUNTA.

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