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Cultura Relatos

Balcones y flores

"...Entonces imaginaba la simetría de aquella construcción con esas palabras. El orden riguroso de los miradores con las estrofas. La unidad enamorada entre la roca y la poesía. Los ornamentos celebrando el sonido de su voz lírica..."

Por MIGUEL NÚÑEZ

Tomados de la mano, parados al borde de la vereda de la

esquina diagonal, sobre la encrucijada precisa entre las dos avenidas, con la

mirada perfecta recorriendo los desolados balcones del enorme palacio de hierro

y piedra en el que habitaba, la abuela Amalia recitaba aquellos versos en una

ceremonia casi íntima y secreta.

 

Setenta balcones hay en esta casa,

setenta balcones y ninguna flor.

¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?

¿Odian el perfume, odian el color?

El énfasis de mi infancia transitó por ese recodo. En el

repertorio armónico de los relieves de esa fachada, en el diseño preciso. En la

exuberancia de los detalles, en las columnas, los capiteles y las pilastras, en

los arcos rectos y las ventanas gemelas, en las balaustradas y los

bajorrelieves, en los cartuchos y las guirnaldas, en los agrafes esculpidos, en

las molduras y las esculturas. En las cornisas constantes y sonantes de muros y

letras. Entonces imaginaba la simetría de aquella construcción con esas

palabras. El orden riguroso de los miradores con las estrofas. La unidad

enamorada entre la roca y la poesía. Los ornamentos celebrando el sonido de su

voz lírica.

La piedra desnuda de tristeza

¡dan una tristeza los negros balcones!

¿No hay en esta casa una niña novia?

¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?

Vislumbro el crujido de la pesada puerta de roble cerrándose

detrás nuestro. Las habitaciones silenciosas y oscuras, los espacios nobles y

generosos, los altos techos de vigueta y bovedilla ocultos bajo el yeso. Las

paredes blancas y rugosas como su piel. El salón comedor donde aprendí el

secreto de la baraja española.  Ese rastro

inicial de la historia que trazara el pincel de Augusto Riusen figuras

medievales que, entre comerciantes y clérigos, nobles y siervos, atravesaba el sultanato

mameluco hasta llegar al Oriente Lejano. Y entre reyes barbados y caballeros a

lomos de corceles, entre pajes asexuados y sin reinas, entre décimos y

miríadas, me concedió el primer vestigio en la senda de la moneda y del oro.

Distingo el cuarto del piano donde descubrí los nocturnos de Chopin, las gotas

de lluvia tronando en la soledad, hasta que las nueces, el apio y el jugo de

papa, dejaron de aliviar el dolor en las manos de la abuela deformadas por el

reuma.

¿Ninguno desea ver tras los cristales

una diminuta copia de jardín?

¿En la piedra blanca trepar los rosales,

en los hierros negros abrirse un jazmín?

Una tarde, inmóvil en la esquina exacta de Corrientes y

Pueyrredón, con la vista perdida más allá de los miradores, en lo alto de la

cúpula sobre los techos de mansarda, en la efigie femenina dominante del grupo

de imágenes, que alza la lámpara de la libertad y el conocimiento, la abuela se

quedó callada. Sus labios parpadeaban una súplica, como quien pierde una

estrella.

Si no aman las plantas no amarán el ave,

no sabrán de música, de rimas, de amor.

Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...

 

Cruzamos la avenida en silencio hasta la ochava contraria,

buscando el punto más cercano al balcón del comedor del departamento. Mientras

la abuela recorría el frente del edificio con su dedo índice, me descubrí

tratando de contar los setenta balcones con un vistazo. Hasta que sus manos y

mis ojos se encontraron en un mismo punto. Atado a la baranda de hierro negra

asomaba un puñado de claveles rojos. Mientras reía y me abrazaba, por un instante,

el tiempo se detuvo en aquella esquina de Buenos Aires.

¡Setenta balcones y ninguna flor!

—Setenta balcones y ninguna flor— repetía sin poder contener

la risa. Y los dos reíamos. Y esa risa, esos muros y esos versos, eran tan

naturales para mí, para el pequeño niño que era entonces, como la frescura del

rocío verde de la mañana.

Ya no logro recordar cómo, ni cuándo, supe que la abuela no había escrito esa

poesía. Ni que tampoco eran esos los balcones ni el edificio que habían

inspirado al poeta. Ya no importaba. Para entonces, Baldomero Fernández Moreno

se había convertido en uno de esos viejos amigos de la familia que de tanto en

tanto vienen a visitarnos.

El tiempo destila como piedras talladas y versos mordidos. La memoria es un

alfeizar desde el que asoma un alma. Aún hoy, cuando paso frente al antiguo

edificio, me descubro revisando los setenta balcones. Todavía espero encontrar

claveles rojos brotando de algún ventanal. Sé por experiencia, que ese día

llega.

EL AUTOR. MIGUEL NÚÑEZ es periodista y escritor. Fue Vocero Presidencial

de Néstor Kirchner (2003-2007) y de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2009)

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