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La humanidad de los dioses

El trasfondo de los cambios culturales es el marco sobre el cual está tejido el sujeto convertido en ídolo (idealizado) y quien, a pesar de su desaparición física, sigue teniendo connotaciones extraordinarias hasta para las generaciones que nunca lo vieron
Silvia N. Barei

Por Silvia N. Barei

Por SILVIA N. BAREI

La película El último Elvis, dirigida por Armandito Bo (2012) cuenta la historia de Carlos Gutiérrez (John Mclnerny) quien vive en los suburbios de Buenos Aires como si fuera la reencarnación de Elvis Presley y actúa imitándolo. Su vida fracasada está armada como un perpetuo homenaje a su ídolo: se viste como él, actúa como él, canta por supuesto sus canciones y se mueve en escenarios de mala muerte como un esforzado bailarín empapado en sudor. Es éste un hombre en desgracia similar al Elvis dramático de los últimos años, con kilos de más, consumido por la droga y el alcohol pero entregado a su gente con una voz impecable.

Carlos no tiene personalidad propia, quiere ser otro, pero no un otro cualquiera: quiere ser como su ídolo en un teatro del mundo precarizado y lejano.

Tenemos la idea de que todo ídolo está congelado en una forma definitiva pero el filme muestra que el ídolo, en este caso Elvis, puede adaptarse a las circunstancias, admitir variantes y versiones múltiples y aceptar innovaciones y lecturas desde la precariedad más absoluta.

El trasfondo de los cambios culturales es el marco sobre el cual está tejido el sujeto convertido en ídolo (idealizado) y quien, a pesar de su desaparición física, sigue teniendo connotaciones extraordinarias hasta para las generaciones que nunca lo han visto vivo.

Definido por el Diccionario de la RAE, un ídolo es una "persona o cosa amada o admirada con exaltación". El judaísmo y las religiones cristianas (católica, protestantes, ortodoxas) cuestionan la idea del ídolo ya que se entiende que ocupa falsamente el lugar del Dios verdadero. No ocurre lo mismo en otras religiones como el budismo, el hinduismo y los credos animistas.

De allí que entre nosotros, occidentales, la palabra idolatría designa un uso indebido de un aspecto religioso que asigna a una criatura el lugar de un Dios.

Citando a Nietzsche un diario francés titula: "Dios ha muerto" porque justamente, hemos escuchado en estos días la repetición de la palabra Dios - D10S-, reservando la denominación a quien goza, aún muerto, de alta popularidad y admiración: Diego Maradona.

Con su nombre en la boca, en la remera, en la bandera, en la pancarta, hemos vivido momentos que fueron como él: desprolijos, tumultuosos, excesivos e inevitables.

"No se paga con nada, loco" dice un hombre llorando ante la cámara, consciente de que los hombres fuera de serie, un día mueren y acentúan su condición idolatrica. Sobre todo aquellos que han prodigado alegría a troche y moche, grabada a fuego con su propia entrega. Y a esa condición no se le pone precio, queda allí en un universo diferente a la de cualquier humanidad o cualquier divinidad celeste.

Porque este D10S es un ídolo de carácter dionisiaco y burlón, un vencedor que mantiene sus heridas a la vista, que se ríe y disfruta con la felicidad de todos, que conoce la fatiga y la vulnerabilidad, que tiene comportamientos imprevisibles, cultiva un espíritu rebelde y una clarividencia astuta. Es, desde el primer día que pisó una cancha, desde que a los 9 años Pipo Mancera le puso una cámara y un micrófono y que paseó por todos los escenarios y los set de televisión, un desorden apasionado que no pudo ajustarse a forma moderada alguna.

El "genio del fútbol mundial" no escondió sus matices, sus lados oscuros, su destino personal y las disidencias que hicieron de él este ídolo popular siempre cercano al origen villero, pobre y sudaca. Como hombre del sur no se sustrajo a sí mismo de ese mundo, entendió la exclusión, el hambre y la hostilidad y aún en sus riquezas materiales pudo decirle a los poderosos, como lo hizo con Bush: "Vamos por la dignidad".

Los pobres de la tierra supieron reconocerlo enseguida. Fue para muchos un ídolo lo suficientemente próximo como para ser testigo de sus talentos y sus derrapes, y lo suficientemente lejano como para contemplarlo quemando lo ojos como cuando se mira al sol.

Porque tener ídolos es humano. "Mi ídolo es el Bocha", decía Maradona-. Y el ídolo del ídolo -Ricardo Bochini, el 10 de Independiente- contestaba: "Los dos compartimos ese fútbol de potrero, de pueblo".

Sonriente, desaliñado, impetuoso, mal hablado, altivo, inteligente, seductor, rebelde, incómodo, insoportable, irreverente, enigmático, espléndido, soberbio y humilde a la vez, generoso al extremo, magnético e incoherente, se le pide racionalidad a quien se movió en el imperio de los sentimientos, las emociones, la afectividad. Fue ese bagaje emocional el que nunca le permitió borrarse de lo humano o desdecirse ideológicamente. Terminó convertido en inmortal y el pueblo se lo dijo en la despedida, en Argentina, en Italia, en el retrato entre los escombros de Siria, en Bangladesh a donde no fue jamás pero sus habitantes lo erigieron en símbolo contra el despiadado colonialismo inglés.

"El más humano de los dioses" lo definió Galeano, y si no se desentendió de sus fallas es porque su condición de ídolo estaba asentada en la precariedad de la vida misma.

El saberlo ausente para siempre produjo una conmoción, una perturbación que se tradujo en gestos emocionales que cada quien vivió a su manera: en una fila para ver el ataúd atrayente como un iman, en una pintada de mural callejero, en una cancha recordando dónde se lo vio jugar, hipnotizados frente a un televisor, en miles de mensajes virtuales, de rodillas ante los altares improvisados que brotaron aquí y allá en todo el país. Bocinazos, fuegos artificiales, cánticos de hinchada, lágrimas, velas, una cruz, una carta, un barrio, una pared con improvisados retratos, un grafitti, una vuelta de la esquina, una casa amarilla, un rincón para el sosiego espiritual. Y también para la pesadumbre.

La implicación afectiva conmovió al ya convulsionado planeta tierra porque las cosas no suceden aisladas de sus circunstancias temporales. Me parece que la semana pasada no solo se lloró a un ídolo, ése que dicen los que saben que era único en el mundo. Me parece que junto con él, junto a él, lloramos a todos los ausentes en este año despiadado y sin aliento.

Y yo, que nunca vi a Diego y nunca entendí qué era ese gol histórico, yo vi -digo- a ese pueblo, y vi esa fila interminable, dispuesta como para enfrentar un naufragio y vi las luces del mundo, los homenajes más allá de los negocios del fútbol y pensé -yo, que nunca seguí a Maradona- qué bueno hubiera sido cantar con los tifosi napolitani: "Ho visto Maradona Mamma/ innamorato stoi". Una canción de amor, un rasgo de identidad, una memoria de cuerpo presente, un gesto que anula todos sus humanos errores.

Diego no era poeta (o sí, en la cancha) pero Pablo Neruda, otro humano excesivo y siempre uno con su pueblo, escribió por los dos: " Yo no voy a morirme. Salgo ahora/en este día lleno de volcanes/ hacia la multitud, hacia la vida".

Si querían citar a Nietzsche tal vez el mejor título hubiera sido "Humano, demasiado humano", porque en estas circunstancias no se podía no dolerse con el dolor de muchos, no verse afectado por la congoja de millones, no con-moverse al paso de la tristeza. Aferrarse como Carlos al "último Elvis" -ídolo pop- o como tantos del mundo al "último Diego" -ídolo popular-. Entender, en estos días "llenos de volcanes", que hay muchas formas del abrazo y de la vida juntos.

LA AUTORA. SILVIA N. BAREI. Escritora. Docente investigadora de la Universidad Nacional de Cordoba. Ex vicerrectora de dicha Casa de Altos Estudios.

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