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1591 Cultura + Espectáculos LECTURAS

Voces que revelan la diversidad

Cuentistas contemporáneos Corrientes, Misiones, Formosa (COLECCIÓN NORDESTE, PALABRAVA, SANTA FE, ARGENTINA, 204 PÁGS)

El litoral argentino tiene nuevas voces que contar. La antología Cuentistas contemporáneos Corrientes, Misiones, Formosa, compilada por Carlos Piégari y Orlando Van Bredam, pone en evidencia la diversidad y riqueza narrativa del Nordeste argentino. Publicada por Palabrava dentro de la Colección Nordeste, la obra suma 204 páginas que recorren las historias y miradas de veintisiete cuentistas de Corrientes, Misiones y Formosa.

EN SU CONTRATAPA SE DESTACA:

El litoral se expresa aquí, con veintisiete cuentistas, ricos en su diversidad temática y formal, dando voz a una geografía particular y fronteriza. Por Corrientes hallaremos los nombres de: Augusto Abelenda, Zunilda Blanchet, José Gabriel Ceballos, María Silvia Chichizola, Romy Espinoza, Pilar Romano y el homenaje a Gerardo Pisarello. Por la provincia de Misiones: Rodolfo Capaccio, Javier Chemes, Rosita Escalada Salvo, Osvaldo Mazal, Raúl Novau, Carlos Piégari, Carolina Repetto, Numy Silva, Alberto Szretter, Walter Tresols y, el homenaje a la querida Olga Zamboni. Por Formosa: Jorge Aponte, Sandro Centurión, Humberto Hauff, Adriana Helbling, Héctor Rey Leyes, Walter Rotela, Marina Silveri, Orlando Van Bredam y, el homenaje al gran narrador formoseño, Luis Rubén Tula.

Con esta antología puede afirmarse con toda seguridad que el Nordeste argentino (Misiones, Formosa y Corrientes) tiene quien le escriba. En esta valiosa selección se encuentran el campo y la ciudad, el desamparo y el amor, de pareja o de familia, la miseria (cuando no la desesperanza), y también el acto solidario. Cada autor, cada autora, ha escrito en libertad y sin preconceptos, ha expuesto su forma de entender la literatura. Estos relatos muestran, demuestran, que fuera de los circuitos comerciales, donde no pocas veces afloran la vanidad o el golpe de efecto circunstancial, se teje otra clase de urdimbre que aspira a la persistencia. Que aspira a permanecer. (Carlos Roberto Morán)

Compartimos el cuento El ayudante de Olga Zamboni que nació en Santa Ana, Misiones, en octubre de 1938 y falleció en Posadas en enero de 2016.

Cuando Tito y Fabián llegaron a La Tecla pensaron en descargar lo antes posible las piedras y las bolsas de cemento del volcador y volver a Posadas con las primeras sombras de la noche. Pero el camión hundido por tanto peso, cuando quisieron salir se puso a patinar, esa tierra infame de Corrientes, puro bañado, claro, y el chaparrón de la tarde, no te fijaste Tito que allí la huella era honda y ahora qué hacemos. No era la huella eran las piedras vos sabés el peso. Y ahora qué. Esperá me bajo. Dale. Probá otra vez. No tan fuerte, animal, que salpica barro para todos lados. Las pesadas ruedas con cada patinada se enterraban más y más. La trasera derecha giraba en falso y cavaba un pozo en la greda arcillosa que iba cediendo bajo la carga.

—No hay caso, pará, Fabián. Más acelerás peor es.

No teníamos que haber cargado tanto la gran siete.

—Vos te hubieras fijado mejor donde te metías.

—Decir es fácil. Esta tierra de mierda...

—Mirá, dejá de acelerar porque nos enterramos, a este paso no

salimos ni el día del juicio...

—Vos podrías empujar un poco, la verdá...

—¿Empujar? ¡Estás loco! ¡Ni que fuera superman! Voy a bajar y

busco a alguien que nos ayude.

—¿A quién, si esto es un desierto? ¿Cuándo viste alma viviente

vos por aquí?

—Algún cristiano he de encontrar. Aunque sea una pala.

—¡Qué pala ni pala! De aquí no salimos si no es con tractor.

El paraje La tecla conservaba el nombre de una estancia que fue famosa en su tiempo y que en realidad llevaba un apelativo de santoral, invocaba a una patrona: Santa Tecla, protectora especializada vaya a saber en qué beneficios. Su antiguo dueño, de apellido Esquer Zelaya, había sido hombre de armas llevar, pero también de humanidades: tenía en su haber la publicación de una novela de gran difusión en la zona en la que al tema regional se le sumaba el ingrediente sentimental, que la hacía más atractiva. Su título: Poncho celeste, vincha punzó, apuntaba a la cuestión política que en Corrientes se apoyaba en la guerra a muerte entre los dos colores. Pero eso había sido en el pasado. Ahora quedaba sólo el nombre. Y sin “santa”. Y los dos amigos de nuestro cuento estaban en tren de fabricarse en esos alrededores lo que Tito llamaba con orgullo “el campamento”: un refugio que les permitiría pasar con relativa comodidad las noches de pesca de fines de semana con los amigos. En honor a la verdad: la pesca a veces era inexistente, pero jamás el vino, el asado, la camaradería afianzada con algún buen partido de truco.

Y en el momento en que los estamos viendo llevan los implementos para armar el quincho, donde podrán preparar un buen asado o los guisos carreros en olla de hierro que tan sabrosos le salen a Tito. La construcción estaría casi exclusivamente a cargo de ellos, con la ayuda circunstancial de algún amigo que supiera algo de albañilería o tuviera ideas aprovechables y ganas de trabajar.

El lugar, sobre el río, era de loteo reciente, sin casa alguna en kilómetros a la redonda. No obstante, Tito creía haber visto señas de pobladores en la línea de la costa cuando remontaban a remo el río en busca de algún dorado. Ahora, frente a la realidad del camión atrapado en el fango, algo había que hacer: salir a caminar, buscar ayuda, y ni siquiera habían traído una mísera linterna.

—Vos quedáte aquí que yo voy a investigar.

Fabián cerró la llave de contacto. Era inútil seguir calentando el motor.

No se veía a nadie por el lado de la costa. El sol destellaba apenas en un poniente nublado. En una de esas se encontraba con algún pescador perdido...

Tito fue desapareciendo entre los arbustos. Fabián, sin ánimos siquiera para bajarse de la cabina, pensaba en algún recurso, algo que se le pudiera ocurrir para salir del brete.

Por nada del mundo quería imaginar la noche en esas soledades. Esta vez no venían en tren de pesca, debían volver lo antes posible a la ciudad, allá esa noche lo esperaba un asado en lo de su cuñado. Si no salían enseguida del barro sería espera en vano. Qué joda. Cómo salir del atolladero. Se recostó para pensar. Hacía tiempo que el asfalto había solucionado el problema del transitar las rutas en días de lluvia; esto de caer enterrado en el lodo correntino, en apenas unos metros de tierra fuera del pavimento, era cosa de mandinga. Fue entonces cuando apareció el enano. Silencioso, moreno, mudo. No supo cómo pero ya estuvo allí, a sus pies, puro sombrero. ¿Para qué le servirá, tan grande, a estas horas? —se preguntó Fabián. Por la pinta, era un peón, chico de talla, eso sí. Cuando esperaba que le pidiera algo, un pucho, o tal vez el transporte a algún punto de la ruta, oyó su voz: era de mando:

—Arrancá el motor

Fabián creyó estar soñando. Como dentro de un sueño, justamente, uno de esos sueños en que se veía como imposibilitado de contrariar la orden que emanaba de un desconocido mandón. Y,

en este caso, meterete.

—Arrancá te digo y metéle fuerte.

—Pero si no da. Se entierra cada vez más y patina. Ya me cansé

de probar.

—Dale te digo, yo empujo de abajo.

Y con gesto perentorio el desconocido Petiso —en realidad,

enano— reforzaba su autoritario mandato.

Fabián, como si continuara soñando, hizo girar la llave y miró por el espejo retrovisor. El diminuto personaje, sin siquiera sacar se el sombrero, hacía gesto de empujar la parte trasera de la carrocería, gesto que le pareció inútil, aunque solidario. Qué podría hacer contra la carga del camión hundida sobre el barro. Se rió para sus adentros. Estos que no saben nada y quieren darse de técnicos. Los petisos son así. Creídos de más.

Arrancó, tanto como para responder a la buena voluntad del tipo y volvió a mirar por el espejo. Entonces, una conmoción lo dejó frío. La mano del Petiso, sí, una sola mano, elevaba la rueda

trabada. Y con la otra le daba un empujón a la puerta del camión, pesadísima, la misma que a ellos les costaba hacer fuerza colectiva para moverla.

—¡Que lo parió!

Le dio una acelerada y la inmensa mole del camión salió disparada hacia adelante.

—Gran siete, ni le vi la cara, sólo el sombrerón ese.

Entonces se le hizo la luz. Y empezó a temblar.

Allá a lo lejos, Tito volvía sin pala y sin linterna. Vio avanzar el camión y no podía creer cómo se había producido el milagro.

—Subí te digo, rápido. ¡¡Subí!!

—Bueno, che, qué te pasa.

—¡No es normal! ¡¡No es normal te digo!!

—Pará, loco, tranquilizate y no me grites…

—Es que ni te imaginás…

Y Fabián se prende fuerte al rosario que cuelga sobre el parabrisas.

—¿Cómo saliste? ¿Quién te ayudó?

—…

—¿Vos estás loco? ¿Quién?

—¡Te juro que era el Pombero, te lo juro! ¡Quién si no! ¡Rajemos, Tito! ¡Hasta Posadas no paramos!

El campo atardecía rápidamente. Ni una sombra se movía en la extensión. Nadie en leguas a la redonda.

AUTORES

CORRIENTES

El pai Juan AUGUSTO ABELENDA

Como si fueran hermanos ZUNILDA BLANCHET

Un árbol viajero JOSÉ GABRIEL CEBALLOS

La silla MARÍA SILVIA CHICHIZOLA

El inquilino ROMY ESPINOZA

Poca cosa PILAR ROMANO

Homenaje

Pan curuica GERARDO PISARELLO

MISIONES

Retrato de mujer con sombrilla RODOLFO CAPACCIO

Alegoría de la pelota parada JAVIER CHEMES

Viminalis ROSITA ESCALADA SALVO

Contra la muerte HÉCTOR OSVALDO MAZAL

La vitrina vacía RAÚL NOVAU

¿Por qué las vacas se tiran de los techos? CARLOS PIEGARI

Fotografías CAROLINA REPETTO

Los viernes de mi tía Efigenia NUMY SILVA

La Base ALBERTO SZRETTER

En el nombre del padre WALTER TRESOLS

Homenaje

El ayudante OLGA ZAMBONI

FORMOSA

Calavera JORGE APONTE

37 SANDRO CENTURIÓN

Hojarasca al viento HUMBERTO HAUFF

Cristina HELBLING

Las últimas palabras HÉCTOR REY LEYES

El libro del abuelo Jesús WALTER ROTELA

Cada agosto MARINA SILVERI

El encargado ORLANDO VAN BREDAM

Homenaje

Análisis literario LUIS RUBÉN TULA

LECTURAS CUENTISTAS CONTEMPORANEOS CORRIENTES MISIONES FORMOSA
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