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Maradona y el secreto de Mandeb

"...Hoy, con los días pasando con impiadosa puntualidad, barriendo con la escoba del olvido, me sale preguntarme si un tipo que lo tuvo todo fue feliz. Y me respondo a mí mismo que hubo un solo lugar donde lo era..."

Por DIEGO PÉREZ

"Él no sabe que lo debo…", dice en un momento el relato de Sacheri en Me van a tener que disculpar, al que escucho una y otra vez, en la voz áspera y ya gastada de Alejandro Apo. Y tal vez sea así. Es más, es así, es la verdad, él no sabe que le debo, pero no solo esos dos goles a Inglaterra el día que se recibió de mito, porque de hecho lo era antes de morir. Le debo desde el '79, cuando nos sacaban a dar la vuelta a la manzana en la escuela antes de entrar al aula, para festejar aquellos goles y triunfos que llegaban de madrugada de Japón. Le debo aquel postre Serenito que le jugué a mi viejo, cuando loco de fervor le aposté que dejábamos atrás a Hungría en el '82, tras la caída inesperada con los Belgas. Le debo esa pasión incontrolable que desataban en mí sus goles en aquella aventura con el Boca del '81, que lo llevó a las puertas de la gloria y del Olimpo, donde se metió definitivamente en las tardes calurosas de México. 

Le debo esos goles de asombro en el Nápoli, y su corazón gigante para venir una y otra vez a ponerse la celeste y blanca para jugar en cualquier rincón del planeta, en realidad no se la ponía porque la tenía tatuada en la piel. Le debo esas tardes cordobesas en el '90, cuando éramos un solo grito y un puño apretado en la mítica esquina de Colón y General Paz. Y le debo ese regreso para llevarnos a Estados Unidos, y le debo ese mechón amarillo que se hizo para jugar con el Boca de Bilardo. 

Pero fundamentalmente le debo la alegría, ese estado de felicidad loca que solo te daba patear una pelota diciendo su nombre. Porque en definitiva de eso se trataba, de pegarle a la caprichosa diciendo Maradona como un relator de radio y contar a los amigos, a ver cuántos eran y empezar a gambetearlos, hasta que ocurría el milagro y ya no eran tus pies los que corrían por el asfalto o la tierra, o el césped un día de suerte, sino que eran los suyos y te dejabas llevar y solo ibas repitiendo su nombre como un conjuro mágico. Le debo esas tardes, mañanas, noches, canchas grandes, de tierra, canchas chicas, con pasto, piedras, arcos, bolsos y palos, nieve, en el llano o la montaña, hasta en la playa y de viejo se me ocurrió pegarle con el empeine y dejar su nombre como una plegaria. 

Se que muchos escribirán sobre sus luchas, internas y ajenas, las que lo encumbraron y las que lo llevaron al infierno, de su fama, de sus historias, de su magia y su magnetismo y de su lado más débil como tenemos todos.  No me voy a detener en estas líneas para eso, porque insisto, le debo. Como esa tarde en las que nos montamos todos en su espalda todopoderosa y fuimos sorteando ingleses hasta ser inmortales todos juntos. Yo le debo esas lágrimas del '90, esa sensación de derrumbe del '94 y le debo esas del otro día, cuando tuve que detener el auto para ponerme a llorar porque sentía que se iba algo mío. Y sentí que era algo colectivo, que los que crecimos viéndolo jugar perdíamos nuestra infancia, nuestros sueños de entonces, era como dejar ir algo que se había guardado en un rincón del corazón. Nos dejó solos, nos dejó huérfanos de gol, aunque hayan pasado tantos años. Era como si nunca se hubiera ido en realidad y siempre estuviera volviendo, una rara paradoja del destino. Le debo esos cuentos que le escribí, o mejor dicho, que escribí para mí, pero pensando siempre en su legado sobre el césped. 

Hoy, con los días pasando con impiadosa puntualidad, barriendo con la escoba del olvido, me sale preguntarme si un tipo que lo tuvo todo fue feliz. Y me respondo a mí mismo que hubo un solo lugar donde lo era, donde podía volver a ser él, donde no lo perseguían fanáticos, amigos, enemigos, periodistas, novias y todo lo que anduviera dando vueltas. En ese lugar solo lo perseguían adversarios que pretendían sacarle su tesoro más preciado. Creo que él deseaba que los partidos no terminaran nunca, porque eso significaba que había que volver a ser Maradona. Allí era un don nadie, el pibe de Fiorito, el del sueño del mundial, que quería comprarle una casa a su mamá. En ese lugar era un duende, que se hizo inmortal a fuerza de goles. Allí fue capaz de regalar el mejor gol de la historia del fútbol. Creo que si alguien mira bien en alguna canchita, de noche, entre el susurro de la brisa y la complicidad de las estrellas, el Diego está jugando como siempre, porque no se enteró que Maradona se fue.

El Manuel Mandeb de Dolina y poetas de Flores, buscaban el secreto del universo en un boleto de colectivo, o las brujas de Chiclana dejaban señales en Cartas Marcadas, que nadie veía. Yo encontré ese secreto una tarde, entrando en La Docta, escrito en un grafitti frente a la plaza América y rezaba: "El Diego sabe, de la soledad de los penales, de la genialidad de la gambeta corta y que los botines no se cuelgan, porque se llevan acordonados en el alma". 

"Yo soy uno con mis sentimientos, quien me los robe, habrá de llevarme también consigo", Manuel Mandeb. Hasta siempre maestro, una parte de nosotros se fue con vos.

EL AUTOR. DIEGO PÉREZ. Lic. en Comunicación Social. Riojano por convicción. Escritor. Maradoniano de pies a cabeza.

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