Sociedad

Padre Carlos Mugica, el cura que predicó en las villas y fue asesinado de cuatro balazos por desafiar al poder

“El que no es idealista es un cadáver viviente”, afirmó alguna vez el Padre Carlos Mugica ante las cámaras. Su vida encarnó esa certeza. Nació en Buenos Aires el 7 de octubre de 1930, rodeado de comodidades en una familia aristocrática y antiperonista. A pesar de su origen, eligió alejarse de los privilegios para compartir su destino con los más pobres. Hijo de un político conservador y criado entre lujos, descubrió que su lugar no estaba en salones elegantes ni entre los mármoles ni vitrales de las iglesias, sino en las villas donde la desigualdad formaba parte del día a día. Allí llevó su fe, concebida como motor de compromiso y transformación real.
Alternando la sotana con prendas más informales, como poleras y pantalones, y una sonrisa cálida, Mugica recorrió los barrios más golpeados por la pobreza, convencido de que servir a Cristo significaba comprometerse con los oprimidos. Se sumó al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y abrazó la teología de la liberación inspirada por el Concilio Vaticano II. Referente de los curas villeros, defendió la opción preferencial por los pobres y acompañó las luchas populares de los años 60 y 70. Su pastoral incomodaba al poder porque interpelaba sobre la justicia, la desigualdad y la urgencia de un cambio en un país fragmentado.
Mugica nunca fue un sacerdote de escritorio. Eligió vivir su fe desde el barro, la carencia y el compromiso cotidiano. Sus palabras trascendieron los límites de la Iglesia y se volvieron un llamado impostergable a la conciencia social. En tiempos turbulentos, su voz iluminó esperanzas y sembró banderas. El 11 de mayo de 1974, las balas intentaron silenciarlo, pero el legado de Mugica sigue encendido en quienes, como él, creen que la Iglesia de Cristo se vive con el cuerpo y con la vida.

Del lujo y el derecho, al sacerdocio y los barrios humildes
Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe nació en Buenos Aires el 7 de octubre de 1930, en una familia de clase alta y muy católica. Hijo de Adolfo Mugica, político y futuro ministro de Agricultura durante el gobierno de Arturo Frondizi, y de Carmen Echagüe, de una tradicional familia terrateniente, creció entre las comodidades del barrio porteño de Recoleta. Estudió el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde se destacó por su inteligencia, sensibilidad y una fe temprana moldeada por un cristianismo más volcado a la salvación del alma que a la transformación social.
De niño, su universo estaba restringido al mundo burgués. “Mi familia tenía una honda fe cristiana..., pero era una fe trascendentalista, que no turbaba para nada la conformidad que sentíamos hacia todo lo que nos rodeaba”, admitió años después. Ese entorno apenas se cruzaba con el de los humildes, salvo en momentos puntuales, como los que compartía con Nico, el hijo de la cocinera de la casa, yendo a la cancha a ver a Racing. “Allí, éramos todos iguales. Era la alegría simple del pueblo”, diría. Pero esa igualdad era fugaz. En su casa existía “una comida para el personal de servicio y otra para los patrones”.

Durante tres años, estudió Derecho en la Universidad de Buenos Aires, pero a los 21 decidió cambiar el rumbo e ingresó al Seminario Metropolitano en 1954. Según él mismo contó sobre su vocación, que sacerdotal se fue fortaleciendo con el tiempo y la reflexión, la decisión la tomó gracias a dos encuentros decisivos: el primero, con el padre Aguirre, su confesor, y quien le enseñó que la felicidad no estaba en uno mismo, sino en los demás. El segundo encuentro, más visceral, fue cuando leyó un grafiti en un callejón de un conventillo: “Sin Perón, no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos”. Mugica comprendió que estaba en la vereda opuesta al dolor popular. Ese contraste, entre el júbilo de su clase por la caída de Perón y la tristeza en las villas, marcó una grieta imposible de cerrar. “Sentí que algo de ese mundo, ya, se había derrumbado. Pero me gustó”, confesó.
El 21 de diciembre de 1959 fue ordenado sacerdote. Su primera parroquia fue Santos Cosme y Damián, en Villa Real, pero su vocación pronto lo llevó más allá de los límites parroquiales. Comenzó a visitar hospitales, conventillos y villas de emergencia. Acompañó al padre Iriarte en la parroquia Santa Rosa, en una experiencia pastoral que lo marcó: “No se trataba solamente de ir con la palabra de Dios; se trataba de recoger la palabra de los hombres”. Jugaba al fútbol con los chicos, preparaba a los jóvenes para la comunión y charlaba en los patios humildes de los conventillos. Era un sacerdocio que tomaba otra dimensión.
Influido por el Concilio Vaticano II y la Doctrina Social de la Iglesia, entre 1962 y 1965, Mugica entendió que el Evangelio debía hacerse acción. Comenzó a preguntarse qué sentido tenía hablar de Dios en un país herido por la pobreza si no estaba dispuesto a comprometerse con quienes más la sufrían. Ese compromiso se convirtió en el eje de su vida, sobre todo cuando llegó a la Villa 31 de Retiro, donde desplegaría una intensa labor social y religiosa. Allí encontró su verdadero lugar en el mundo.

El cura de las villas
A comienzos de los años sesenta, Carlos Mugica ya era una figura inquieta dentro de la Iglesia: fue asesor espiritual de la Juventud Estudiantil Católica del Colegio Nacional Buenos Aires y de la Juventud Universitaria Católica en la Facultad de Medicina, desde donde acompañaba a jóvenes que luego formarían parte de los movimientos revolucionarios de la década. Él los escuchaba, dialogaba y provocaba preguntas en ellos. El Evangelio que predicaba no era una doctrina quieta sino una llave hacia la justicia social.
En 1967 se integró al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, inspirado en el Concilio Vaticano II —que impulsaba una Iglesia cercana a los pobres y al mundo real— y la efervescencia social de América Latina. Desde allí promovió una Iglesia comprometida con los pobres, que no se limitara a la caridad sino que acompañara procesos de organización y lucha. Decidió vivir y trabajar junto a los vecinos de la Villa 31 de Retiro, uno de los asentamientos más grandes y postergados de Buenos Aires. Se instaló en el barrio, compartió el día a día con las familias, acompañó sus luchas y necesidades, y formó parte activa de la vida comunitaria.
Allí fundó la parroquia Cristo Obrero, que no era solo un templo: funcionaba como centro de vida comunitaria. Mugica impulsó comedores, talleres, escuelas, apoyo escolar, espacios para madres solteras y cooperativas vecinales. Su presencia diaria rompía con la imagen tradicional del sacerdote distante y que sólo estaba detrás del altar. El Padre Carlos, como lo llamaban, pisaba el barro como su gente, con quienes compartía juegos, charlas, caminatas... la vida. Y les hablaba de fe y de derechos también.

Rubio, de ojos celestes y atlético, Mugica no pasaba desapercibido. Muchas mujeres de clase alta se acercaban con donaciones o interés por su causa, y varias jóvenes de su mismo origen social lo seguían y colaboraban con actividades en la villa. Siempre mantuvo su distancia y sin dejar de lado su carisma y sentido humor. El fútbol era otra de sus grandes pasiones. Nunca nada lo eclipsó, tenía claro su propósito: “Nada ni nadie me impedirá servir a Jesucristo y a su Iglesia, luchando junto con los pobres por su liberación”, decía.
Su compromiso lo puso en el centro de un país convulsionado por la violencia política, la división social y las profundas desigualdades que atravesaban a la Argentina en esos años. Rechazaba la violencia armada y no era neutral. Defendía el derecho de los pobres a organizarse y exigía a la Iglesia que dejara de mirar para otro lado. Sus homilías denunciaban la hipocresía, el clasismo y la desigualdad, con un mensaje que incomodaba. Algunos lo llamaban “cura comunista”; él respondía: “Si amar a los pobres es ser comunista, entonces soy comunista”.
Su vocación y convicción lo convirtieron en un blanco y objeto de persecución política. Mugica fue vigilado y fichado por organismos estatales, servicios de inteligencia y grupos parapoliciales. Sabía que su nombre figuraba en listas de personas consideradas peligrosas por el gobierno y sectores del poder político y económico. Pero no hubo temor que lo hiciera claudicar ni modificar sus acciones ni sus palabras. No se escondía ni pedía protección. El Padre Carlos siguió denunciando las injusticias, acompañando a los más vulnerables y sosteniendo públicamente una postura crítica frente a la represión y la exclusión social, sabiendo los riesgos personales que eso implicaba.
“La sangre de los mártires no se derrama en vano”, decía, presintiendo su destino. En una de sus oraciones más recordadas escribió, apenado por la indiferencia frente a la pobreza: “Señor, perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos parezcan tener ocho años y tengan trece... por haberme acostumbrado a encender la luz sin pensar en quienes viven en la oscuridad”. Esa sensibilidad se volvió su escudo y su herida.

La persecución y el martirio
El 11 de mayo de 1974 comenzó como cualquier otro sábado. A la hora del almuerzo, Carlos Mugica compartió la mesa con sus padres en el departamento familiar del barrio La Isla, de Recoleta, una zona elegante de la ciudad. Más tarde jugó al fútbol en San Isidro con su equipo de amigos, “La Bomba”, como hacía cada fin de semana. Jugó de puntero izquierdo, su posición habitual. Tenía 43 años, físico entrenado, sonrisa intacta y ninguna duda de que lo estaban siguiendo. “López Rega me va a matar”, había dicho días antes, en referencia al poderoso ministro y jefe de la organización parapolicial Triple A. Tampoco se ocultó ni pidió protección. Siguió con su rutina: misas, la vida en los barrios, partidos de fútbol y su vida en la villa.
Esa noche, celebró misa en la parroquia San Francisco Solano, en Villa Luro. Vestía de negro: campera sintética, polera, pantalón de corderoy. Apenas cruzó la vereda, un hombre lo llamó por su nombre. Mugica se acercó. Hubo unas palabras en voz baja y luego una ráfaga de disparos. Cuatro balas perforaron su cuerpo. Se desplomó contra la pared, herido de muerte pero aún con vida.
Carmen Artero, una de sus colaboradoras, lo sostuvo mientras se desangraba. El padre Jorge Vernazza, su buen amigo, le dio la extremaunción. Lo llevaron al Hospital Salaberry en un Citroën 2CV. Allí recibió transfusiones de sangre y fue operado de urgencia, pero el daño era irreversible. A las 22:00, tras varios paros cardíacos, Mugica murió en el quirófano. Fue velado en la capilla del hospital, adonde comenzaron a llegar amigos, curas, vecinos y militantes. En silencio, triste, sin comprender...

El crimen se atribuyó a la Triple A (la Alianza Anticomunista Argentina), responsable de persecuciones, amenazas, atentados y asesinatos contra militantes políticos, sociales, sindicales y religiosos en los años 70— que comenzaba a sembrar el terror en el país. Su muerte fue un golpe demoledor para sus fieles que no solo perdieron un sacerdote sino a su referente, alguien que hablaba con ellos.
El velorio popular fue masivo. Las calles se llenaron de lágrimas, cantos, banderas, rabia y promesas de no olvidar. Años después, sus restos fueron trasladados a la Villa 31 y hoy reposan en la parroquia Cristo Obrero, entre la gente que eligió como familia.
Con el tiempo, su figura se convirtió en legado. Su asesinato marcó el comienzo de una persecución sistemática contra los curas villeros, pero también encendió una llama que no se apagó. En 2009 se creó la Vicaría para las Villas de Emergencia del Arzobispado de Buenos Aires y en cada barrio popular al menos un cura continúa su tarea.
En homenaje a su nacimiento, cada 7 de octubre se celebra el Día de la Identidad Villera, fecha que celebra la vida del hombre que les devolvió la dignidad. Es una oportunidad para reconocer la historia, la lucha y la integridad de los barrios populares, que Mugica defendió con el cuerpo, la palabra y su fe.
La palabra como acción
El Padre Mugica hablaba con la misma pasión con la que vivía. En una entrevista televisiva explicó sin rodeos sobre qué entendía por revolución, liberación y compromiso cristiano. “La revolución no es una opción, es una constatación”, decía. Para él, no se trataba de elegir entre reforma o revolución, sino de enfrentar la realidad que golpeaba cada día en las villas: hambre, desempleo, exclusión. “Nuestro pueblo humilde es profundamente pacífico, pero es el que más sufre la violencia”, advertía. Enumeraba: la violencia de buscar trabajo y no encontrar, la de no saber qué darle de comer a un hijo, la de vivir en la oscuridad mientras otros desperdician luz.
Para él, el idealismo no era ingenuo, era urgente. “Yo creo que los únicos que han cambiado el mundo han sido los idealistas. El más grande de todos fue Jesucristo”, afirmaba. Y sentenciaba, como un credo personal: “El que no es idealista es un cadáver viviente”. Su cristianismo era acción: no esperaba milagros, apostaba a la organización popular como camino de transformación.
Creía que el pueblo debía ser protagonista de su propia liberación, sin esperar soluciones desde arriba. “La solución para mis hermanos de la villa la tienen que encontrar mis hermanos de la villa”, decía convencido de la capacidad que tienen para construir futuro. Decía que no bastaba estar al lado del pueblo sino que había que ser pueblo. “Hay dos modos de comulgar con el humilde: uno es asumir la condición de la clase trabajadora; otro, si no se tiene ese coraje, es hacerlo por amor, desde un profundo compromiso con su lucha”.
En esa misma entrevista, se distanció de los esquemas que imponían la lucha de clases como única vía de transformación. Para él, la prioridad era romper la dependencia. “En esta primera instancia, distintos sectores pueden unirse en ese camino. Como decía Camilo Torres, los estudiantes deben hacerse pueblo. Se trata de una conjunción de sectores que enfrenten los intereses que impiden la justicia social”.
Mugica no ofrecía respuestas simples. Su pensamiento oscilaba entre la doctrina y la realidad, entre el Evangelio y el hambre, entre la paz y el dolor de su pueblo. Pero tenía claro de qué lado estar: “Asumir la lucha del pueblo, con él y por amor, es el único camino posible”, decía. Sus palabras, más de medio siglo después, todavía interpelan.

PADRE CARLOS MUGICA CURAS VILLEROS

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