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Sociedad AMORES REALES

Dominó por 30 años con sexo a un hombre que la deseaba con locura: “Me fascinaba su brillantez”

Soledad llegó a leer la mente de Ramiro, su desesperación por tenerla. Se conocieron en la facultad y su relación duró décadas. El quería estar con ella, y ella necesitaba que él la quisiera

Ahora trata de entender qué los ataba, qué fue lo que los mantuvo unidos durante treinta años sin elegirse nunca del todo. Siempre tan cerca, como si respiraran al compás del otro; corriendo en círculos en una fuga imposible, para volver a chocar de frente cada vez. “No sé qué mierda me pasaba con Rami”, me dice Soledad antes de que empiece a grabar.

Y entonces me lo cuenta desde el principio, tal vez para desentrañarlo. Se conocieron en la facultad, con la democracia casi nueva. Si hace memoria, la primera imagen que recuerda es de una reunión de la agrupación política en la que militaban: “Él estaba hablando; no era especialmente lindo, ni alto, ni atlético. Pero era brillante: todo lo que decía me parecía inteligente; era rápido y tenía un humor ácido, letal con los que lo cuestionaban. Se movía con la autoridad de un tipo más grande. Diría que me pareció un poco autoritario. Y también, tremendamente seductor”.

Eran compañeros y se hicieron amigos. Una amistad en el borde del histeriqueo. Él estaba de novio, ella salía con alguien. Tenían 21 años, pero era otra época, y él ya estaba decidido a casarse. “Una tarde estábamos en una oficina de la secretaría, preparando un parcial, nos empezamos a hacer chistes, y hubo como un clima distinto. ¿Viste cuando mirás a alguien y sabés que hay algo?”, dice Soledad.

En tono de broma, pero convencido, Ramiro le dijo que quería estar con ella. “Podríamos armar un estudio juntos”, propuso Soledad para salirse por la tangente. Él le sostuvo la mirada y repitió, pero serio: “Yo quiero estar con vos”.

Lo siguiente fue encontrarse a escondidas en la rambla de la facultad para darse el primer beso. Salieron a escondidas varias veces más hasta que el casamiento fue inminente. En la despedida de solteros, que fue mixta, Ramiro no pudo contenerse. La vio bailando y la agarró por la espalda: “Nos pasamos la noche chapando, a metros de la que iba a ser su mujer, ¡un desastre!”.

Faltaban dos días para el casamiento y Sole lo llamó por teléfono. Quería decirle que no se casara, que no importaban ellos, que no se podía casar si no estaba enamorado. “Yo sabía que la novia tenía claro que Rami estaba conmigo, le había preguntado a mis amigos si era yo la chica con la que la engañaba. Pero cuando llamé a su casa, me atendió el hermano. Me di cuenta de que él no quería hablar conmigo. Supongo que para no perder el Norte. Yo lo volvía loco, se desesperaba por mí. Y ese era mi poder. Si hubiese atendido aquella vez, a lo mejor la historia sería otra”, dice.

Soledad fue la única de las amigas de la facultad que Ramiro no invitó a la fiesta. “Entonces creía que estaba enamorada, pero lo que de verdad me encantaba era que estuviera muerto conmigo. Ramiro no podía dejar de desearme y a mi me fascinaba su brillantez, que un pibe tan brillante estuviera tan enamorado de mí”.

Pasaron tres años. Ramiro tuvo dos hijos. Ya no se veían, pero cada tanto él la llamaba por teléfono. Necesitaba al menos hablar con ella, ese recreo de su vida ordenada, volver a reírse por horas. “A veces, yo era cruel. Su padre era un tipo muy reconocido profesionalmente, un patriarca del que para Rami era difícil despegar. Yo hacía chistes hasta con eso, le decía ‘Si alguna vez vuelvo a salir con vos es porque no puedo salir con tu viejo’ –dice Sole–. A él no le molestaba, me las dejaba pasar. Era parte de una conexión total en la que siempre sabíamos qué pensaba el otro”.

Era una conexión loca, una especie de sugestión sincronizada, como si pudieran transmitirse los pensamientos incluso a la distancia. “Teníamos como un hilo rojo, pero no era de amor: a mí se me partía la cabeza cada vez que le pasaba algo malo”. Se convirtió en una especie de ritual. Soledad sentía que Ramiro tenía algún problema y lo llamaba de inmediato. La pregunta era siempre la misma: “¿Qué te pasa?”. Nunca se equivocaba en sus presentimientos: o uno de los chicos estaba enfermo, o tenía problemas en el trabajo, o se había peleado fuerte con la mujer, o estaba deprimido o triste por algo.

Había pasado una década desde el primer encuentro en la facultad cuando Soledad se puso de novia con Luciano. Ramiro se enteró por sus amigos en común que ella estaba por casarse. Y entonces trató de hacer lo mismo que ella antes: la llamó y le dijo que quería verla, que era urgente. “Yo no le di bola, me hice la linda. Le dije que no insistiera porque me iba a casar igual. Pero a él no le importaba eso, nunca le importó. Quería asegurarse de que las cosas entre nosotros no iban a cambiar”, dice Sole.

Por cinco años apenas si hablaron. Sole también tuvo dos hijos. Pero los presentimientos no cedieron. El llamado no lo sorprendió. “¿Qué te pasa?”, preguntó ella en cuanto Ramiro atendió el teléfono. “Me estoy divorciando”, dijo él. Ella tampoco estaba bien con su marido. Quedaron en verse y enseguida fue evidente para los dos que la atracción seguía ahí.

Pero era una atracción rara, trunca. “A mí no me gustaba el sexo con él. Podía ver su desesperación y eso era halagador, pero nunca cogíamos con la conexión que teníamos para otras cosas. Rami también me veía, pero le importaba más su deseo que lo que me pasaba a mí. Y entonces, yo era cruel de nuevo, y él se sometía. Íbamos a un hotel y yo me sentaba en la cama y le decía: ‘¿No te das cuenta de que esto no va para ningún lado, que no me calienta?’. Eso tampoco le importaba, él quería seguirme teniendo de la manera que fuera y yo quería que él siguiera desesperado”, explica.

En esos tres años desde que él se divorció, se vieron por lo menos una vez por semana, cada vez que lograban acomodar sus ratos libres. Soledad siempre pedía más gestos de amor, aunque ahora dice que nunca lo quiso en serio: “Lo que quería era mantenerlo enganchado, que estuviera ahí, que me deseara con locura, que me amara. Es muy difícil resistirse a eso”.

Una noche en que su marido estaba de viaje, ella durmió en la casa de soltero de Ramiro por primera vez. “Estaba obsesionada con que pasar la noche juntos era una demostración de amor. A veces lo llamaba al trabajo y no me importaba con quién estaba reunido, así fuera el presidente. ‘Te estoy hablando yo y te estoy preguntando si de verdad estás enamorado de mí’, le ordenaba. Él dejaba lo que estuviera haciendo para encerrarse en su escritorio o en un baño y jurarme que me amaba”.

La noche en que durmieron juntos, también fue un fiasco. Soledad no pudo pegar un ojo y Ramiro tampoco. “No estaba cómoda, no quería estar ahí. Me sentía culpable por mis hijos y por mi marido, porque una cosa es irte a un telo con un tipo y otra dormir abrazados”, cuenta Soledad. Repite que para ella no era amor, ni siquiera enamoramiento: “Le tenía cariño, el cariño de una vida, pero no me gustó nunca. Lo que me gustaba era tenerlo a mis pies. Como él era brillante, me lo decía: ‘Me tratás como a un perro’. Y de cualquier manera estaba tan atado que seguía jugando a ser perro, mi perro”.

Y a la vez, dice, sentía que había algo más fuerte que ella, que los dos: “¿Cómo podía ser que siempre supiera lo que le pasaba? ¿Cómo podía leerle la mente con tanta claridad? Era como una conexión atávica, algo que nos venía de otro tiempo. Me acuerdo de ir con él en su auto y decirle: ‘¡Por favor dejá de pensar tan fuerte!’, me tapaba los oídos”.

Pero cuando Soledad estuvo mal con su marido, el que le leyó los pensamientos fue Ramiro: “Le daba vueltas a la idea de divorciarme, me había ido de viaje sola. Me compré un auto como prueba de mi independencia porque mi ex era un controlador con todo, con la guita, con lo que hacía. Y estaba hecha mierda, porque la violencia psicológica era constante”, cuenta. Dice que entonces él le dijo que quería estar con ella, igual que cuando eran estudiantes. “Me mira y pregunta: ‘Bueno, ¿qué querés que haga? ¿Que esté con vos? ¿Que lo cague a piñas? Decime que querés que haga y te voy a hacer caso’. Sé que ahora suena muy machista, pero para mí fue una de las cosas más lindas que me dijeron”.

Pese a eso, Sole se quedó callada. Por una vez no supo darle instrucciones: “Es que Ramiro era muy inteligente –cuenta–. Íbamos en el auto y me dice: ‘¿Sabés qué pasa? Vos estás enamorada de tu marido. Lo que te pasa es que estás muy enojada, pero seguís enamorada de él’. Y tenía razón. Yo amaba al padre de mis hijos, pero me provocaba una frustración enorme. Estaba furiosa, pero no lo había dejado de querer’”.

Después de eso, dejaron de llamarse. “Me di cuenta de que Ramiro era como un amante sin deseo, una cosa que no existe: sólo me acostaba con él porque era la forma en la que sentía que lo tenía enganchado. Y apareció otro que me interesó más. Pero nunca dejé de escucharlo, de saber lo que le pasaba. Con el tiempo volví a decírselo, a esa cosa enfermiza de querer hablar con él cada vez que sentía que le pasaba algo”, dice.

Soledad estaba haciendo un posgrado en Inglaterra, hace cinco años, cuando se enteró de que él se había vuelto a casar: “Fue una de las últimas veces que me llamó con deseo, la última. Yo estaba en Londres y él me dijo que se moría por estar allá conmigo. Ya estaba casado y yo me hice la reina, como tantas veces. Pero ese día sentí algo distinto. Me daba cuenta de que todavía me necesitaba, aunque de otra manera. Su mujer se había ido de viaje y se había quedado solo. Quería estar conmigo, pero ya no estaba enamorado de mí. Y yo necesitaba tenerlo rendido, en esa dinámica de años de ser yo ama y él esclavo. Quería que me amara, que me siguiera amando. Pero entendí que, por primera vez, se había enamorado de otra. Lo entendí aunque me repitió que quería verme, que me deseaba locamente”.

Hasta que una noche, en plena pandemia, sintió de nuevo la punzada en la sien. “Era tan fuerte que lo llamé a la casa después de años, y después de años le pregunté ‘¿Qué te pasa?’, aunque sabía que estaba con la mujer”, dice. El resorte todavía estaba intacto. Ramiro atendió el teléfono nervioso y en voz baja, no quería ser escuchado. “Me contó que sus padres estaban muy graves. Me agradeció la preocupación, pero por primera vez en años no me propuso que nos viéramos. El lazo estaba roto. Nos despedimos para siempre”, dice Soledad.

Dice también que después de eso no volvió a presentir lo que le pasaba a Ramiro: “Durante treinta años nos llamamos en cada cumpleaños de los dos, sin excepción. Pero si me preguntás ahora, ya no me acuerdo qué día era el de él, y seguro que él tampoco. Dejó de llamarme y yo también a él”.

Y entonces, concluye, con la paz de saber que la historia está cerrada: “Cuando me dejó de pensar, yo dejé de sentirlo, se me fue de la cabeza. Todavía no sé qué me pasaba con Rami, a mí me han psicopateado mucho, pero a lo mejor me lo tengo merecido por lo psicópata que fui con él. Eso de esperar que me pidiera que nos casáramos para decirle que no, saber que lo dominaba. Yo también las hice, no sólo las sufrí. Capaz fue como una pulseada, doblarle la mano a un tipo que me parecía tan brillante. Ramiro era eso para mi: una pulseada”.

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