
Por Alicia Coromiras
1591, en su origen, fue el año de la fundación de la Ciudad de Todos Santos de la Nueva Rioja, como figura en el acta labrada por Blas Ponce, el escribano de la expedición de Juan Ramírez de Velasco, su fundador, aquel 20 de mayo de 1591. Desde entonces se empezó a contar la historia de este rincón escondido entre cerros, de esta aldea alejada de todo y después abandonada a su suerte.
Siempre pensé que la generosa búsqueda de un futuro igualitario, de un país constituido, resultó la perdición de La Rioja, en años de oscuras tensiones y combate. Era más importante para los intereses de algunos, regar con sangre de gauchos y caudillos la sequedad del suelo riojano. Eso era más importante que liderar la lucha por el federalismo de un país dividido que soñaba con la construcción colectiva y la distribución equitativa de las riquezas. Unidos y con justicia, todo hubiera sido de otra manera.
La Rioja, por su lucha en pos de la organización constitucional y la posibilidad de crecer con las mismas posibilidades, era un peligro. Debía quedar marginada a pesar de haber entregado casi la totalidad de su población masculina, que fue torturada, encarcelada, asesinada, luchando por todos.
El riojano, lejos de ser violento es un ser tranquilo y esperanzado, cree en la unidad del pueblo, respeta la diversidad y confía en el hacer colectivo.
Quienes tuvimos la suerte de ver crecer a La Rioja a través de estos años, sabemos cuánto costó llegar a lo que somos hoy.
Rioja querida te admiro más que nunca y estoy segura, por lo vivido, que es muy cierto un dicho que aprendí de niña: “A La Rioja se llega llorando y te vas llorando”.
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