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1591 Cultura + Espectáculos LECTURAS

Atrapados en la propia vida

Una reseña para el libro "Relatos negros" (Ediciones Diotima) del escritor Luis Benítez.

Luis Benítez sabe, después de publicar cuarenta y cuatro títulos de novelas, libros de cuentos, de poesía y ensayística, los secretos -todos- de la Literatura. En esta entrega de cuentos nos sorprende con narraciones electrizantes, tensionadas por el arco de la intriga, el suspenso y la acción. Las historias no son ajenas a la infamia, el delito, la violencia y el poder, pero también interrogan la capacidad humana para acercarse con éxito a la amistad y a las emociones nobles.

Se trata de historias acotadas en las que, finalmente, todos nos reconocemos atrapados; sí, pero en un relato mayor: el de la propia vida. Algunos de sus personajes son: un prófugo extranjero, ex policía, a quien no le queda más alternativa que verse envuelto en una venganza personal; un niño cuyo don sorprendente quiere ser explotado por sus padres; un muchacho de familia acomodada que conoce la banalidad del mal a causa de su curiosidad.

Luis Benítez conoce su materia: el lenguaje; y le da ritmo, lo hace sonar con maestría. Su oficio nos hipnotiza, pero siempre apelando a nuestra inteligencia. Y con esa música nos invita a adentrarnos en historias reconocibles que, al mismo tiempo, nos invitan al extrañamiento.

Las historias de Benítez siempre se leen como por primera vez.

COMPARTIMOS ALGUNOS FRAGMENTOS DEL RELATO “EL INFIERNO BRONCEADO”

El Vago, sin sacarle el arma del cuello, le obsequió al chico un rodillazo en la ingle, que lo hizo doblarse como un papel quemado y luego le pegó otro en el mismo lugar.

—¿Qué carajo te creíste, pendejo de mierda, que esto lo hace cualquiera? ¡Maricón!, ¿para qué te traje, la puta madre, para qué te traje...? —aulló.

Para peor, oyó claramente la voz del hombre primero y la de la chica después, quienes reían en la planta baja. El Vago le cubrió al chico la boca con su mano y le apoyó el cañón del arma contra la sien. La chica seguía riendo, mientras decía que iba al baño a buscar toallas.

Desde donde estaban, los recién llegados todavía no podían verlos, conque el Vago arrastró al chico hacia la escalera que llevaba hacia la planta inferior. Donde comenzaba la escalera lo hizo hincarse y algo le susurró al oído, apretando más el cañón de la pistola contra su sien. Desde allí observó cómo el hombre —de unos sesenta años, vestido con pantalón de baño y remera— se sentaba sobre el primer escalón que llevaba hacia donde estaban ellos y le hablaba a la mujer que estaba en la silla de ruedas. La mujer se quejaba y el viejo parecía estar tratando de tranquilizarla, cuando llegó la chica con las toallas y descubrió a los intrusos.

“Como si fuera una película”, pensó el Vago, y le apuntó desde el final de la escalera a la vieja primero, luego al viejo, después a la chica, otra vez a la vieja. Mientras descendía por la escalera, sin dejar de apuntarle a la inválida, comprendió que él también quería irse de allí. El chico se quedó acurrucado allí donde lo había dejado el Vago, sin moverse, aunque lo que deseaba de veras era salir corriendo y tirarse desde una ventana.

El Vago, a dos metros del viejo, le hizo señas de que se arrodillara; el viejo obedeció. La chica, sin que se lo indicara, hizo lo mismo. La vieja lo miraba fijo desde su silla de ruedas.

—¡No me mires, vieja de mierda! —se oyó decir el Vago, cuya propia voz le sonó extraña. La mujer, que vestía una malla enteriza y negra, se veía ridícula en su silla de ruedas, con la cabeza cubierta por un gran sombrero de playa. La anciana bajó los ojos, clavándolos en el calzado deportivo, de colores brillantes, que cubría sus pies inútiles.

Cerca de la casa alguien había subido el volumen de un televisor y se dejaba oír el relato de una competencia automovilística.

Respirando pesadamente, el Vago se acercó a la vieja y le apuntó a la cabeza.

—Espere... —comenzó a decir el hombre mayor—. No precisa, no es necesario... —El Vago le apuntó con la pistola, indeciso, y luego volvió a amenazar con ella a la anciana.

El viejo, sin moverse, prosiguió diciéndole—: Soy diplomático... quiero decir, si quiere algo, lo que quiera, está arriba... yo... —Luego se quedó callado.

El Vago miró rápidamente al chico, que seguía en cuclillas, como un rehén, allá arriba, y le gritó dos veces que se dirigiera al dormitorio del viejo, antes de que el muchachito se incorporara lentamente.

El Vago percibía cómo la transpiración le corría por todo el cuerpo y cómo se le aflojaban las manos. Tomó con ambas la pistola, para sentirla más firme, y volvió a repetirle la orden a su cómplice. Este comenzó a moverse, cuando súbitamente el Vago recapacitó y le ordenó quedarse quieto y esperar. Los segundos fueron pasando como minutos. De a poco, muy lentamente, la cara del viejo iba tomando otra expresión, que no era la propia de alguien que se hallara en esas circunstancias.

La chica, después de un rato, porque el Vago seguía allí, en la misma posición, en medio de la locura del momento, parecía irse relajando: finalmente, dejó caer las toallas, que no hicieron ruido alguno al derramarse sobre el piso.

Incluso la anciana hizo algo: apoyó las manos sobre las guías de las ruedas de su silla, como si repentinamente estuviera pensando en echarlas a rodar a toda carrera. El chico vio todo aquello; no lo comprendió racionalmente, sino que lo vio con alguna parte de sí mismo que actuaba y no pensaba, y comenzó a bajar la escalera despacio hacia el Vago.

Entonces sucedió eso.

El Vago, viendo que el chico bajaba la escalera y el viejo se iba poniendo de pie, accionó el gatillo y el disparo hizo volar una lluvia de astillas arrancadas del pasamanos de la escalera.

El chico se arrojó por la escalera y fue cayendo hasta que se tomó de un peldaño y quedó allí, a mitad de camino, como un pedazo de alfombra o como un adorno. El viejo se arrojó de costado y se golpeó el hombro contra la pared. La chica permaneció inmóvil y la anciana se lanzó de bruces contra el piso de madera lustrada. Luego comenzó a gritar.

El Vago echó a correr hacia el garaje, lanzando el arma tras sí. El chico lo siguió, sin saber qué hacía pero, a mitad del corredor de los espejos, se detuvo. La 22 estaba en el piso, a dos metros de él, pero no atinaba a tomarla.

El Vago comenzó a tirar con violencia del picaporte de la puerta que daba al garaje, solo para comprobar que estaba cerrada con llave, pues por allí habían entrado los Schenone y cerrado enseguida.

El Vago comprendió que su única alternativa era desandar lo andado y allí, en medio del corredor de espejos, se encontró con el Pendejo Simpson. El chico volvió un rato en sí y balbuceó que el Vago se había trenzado en lucha con el viejo en el living y que este había disparado un arma dos veces. El policía que se había robado la cadenita de oro le dijo a Ramírez que dejara de lado los cables.

El Vago se arrojó sobre el chico y lo derribó; tomó la 22 y el chico le pegó justo en medio de la mandíbula, allí donde el Vago tenía la cicatriz de un corte ocasionado por una pelea por una menor de edad, sucedida, él no lo recordaba, seis años antes.

El Vago se detuvo con sorpresa, no por aturdimiento, pues el golpe había sido demasiado débil. El chico le pegó, entonces, un puntapié en medio de los testículos; el rostro del Vago se crispó, y este se dobló sobre sí mismo. En ese segundo, el chico le sacó el arma y el Vago lo arrojó al piso, revolviéndose como un gato. Estaban los dos en el piso cuando sonaron los disparos: tres, realizados por el dueño de casa. El arma que tenía en el cajón del armario del living estaba siempre cargada, aunque no era, precisamente, un buen tirador. Hasta se quedó mirando el resultado de sus disparos.

El Pendejo Simpson se puso de pie, mientras el anciano desaparecía en el interior de la casa. El Vago continuaba tendido en el piso, tomándose la rodilla, de donde la sangre brotaba a chorros, y pidiéndole al chico que lo ayudara. El chico ya tenía la pistola en la mano y hasta le apuntó, pero luego salió corriendo como un idiota por donde había huido el dueño de casa. En el living solo estaba la vieja, tendida allí donde había caído, mirándolo alternativamente a él y a sus ridículos zapatos deportivos de color brillante. En un momento, y solo por un momento, miró hacia arriba y el chico comprendió, porque hasta un idiota hubiera comprendido aquello.

(…)

Fueron exactamente cuatro tiros. Dos le dieron al viejo en la pierna izquierda, el tercero le atravesó el pómulo derecho y salió por su nuca y el cuarto ingresó por el pecho y se quedó allí —después lo asentó el médico de la Departamental en su informe—, detenido por una de las vértebras cervicales.

En un rincón, junto al armario, estaba la chica que él había visto en la foto. La muchacha lo llamó entonces por su nombre: no le dijo “Pendejo Simpson” porque no lo conocía lo suficiente.

El Pendejo Simpson disparó una vez. Y luego otra. Después descendió a la planta baja y disparó de nuevo, una sola vez, a ese blanco que no podía moverse. Luego se dirigió al corredor de los espejos y, cuando comprobó que no le quedaban más balas en la 22, volvió al dormitorio de la inválida, le quitó el arma al viejo, que ya no iba a necesitarla, y de nuevo en el corredor creyó rematar al Vago de dos tiros.

Una pistola calibre 38 es muy ruidosa (el chico no lo sabía en ese momento), mucho más ruidosa que una transmisión de carreras de automóviles. Mientras oía los gritos provenientes de las cercanías, se dijo que no tenían por causa lo sucedido, que algo había pasado en la propiedad vecina y, además, estaba demasiado ocupado arrastrando el cadáver de la anciana hasta el dormitorio.

SOBRE EL AUTOR

El poeta, narrador y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956.

Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Asociación de Poetas Argentinos (APOA), de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina (SEA) y del Centro PEN Argentina. Miembro Honorario y Asesor Literario de la Fundación Victoria Ocampo (Buenos Aires).

Ha recibido numerosos reconocimientos nacionales e internacionales por su obra literaria, entre ellos el Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); el Premio de Poesía de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); el Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Primo Premio Tuscolorum di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); el Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); el Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003), el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2007) y el Tercer Premio Municipal “Ricardo Rojas” de Novela (Buenos Aires, 2022). Es considerado una de las voces más destacadas de la poesía argentina contemporánea y referente de la poesía latinoamericana actual.

Sus 45 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.

En el corriente año 2024 se han publicado dos ensayos sobre su obra poética: Luis Benítez, una poética de la indagación, del crítico y narrador Osvaldo Gallone, editado por la Fundación Victoria Ocampo (Buenos Aires, 100 páginas) y presentado en la Biblioteca Nacional el pasado 5 de junio. El otro trabajo crítico se titula Luis Benítez. Historia Nacional, del Prof. Juan Sebastián Rodríguez Maza, publicado por El Arte de Leer Ediciones (126 páginas, Mendoza Capital, provincia argentina de Mendoza).

LUIS BENITEZ RELATOS NEGROS
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