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1591 Cultura + Espectáculos PARA LOS MÁS PEQUEÑOS

El pastorcito que descubrió sus colores

"...Al amanecer, Martín caminó hasta el pie del árbol que crecía, frondoso, al lado de su casa. Contempló el cielo con sus nuevos colores estirándose como si el sol se hubiese estado despertando y en él reconoció las mismas tonalidades que había descubierto en su imaginación mientras intentaba dormir..."
Sarah Mulligan

Por Sarah Mulligan

Martín era un nene que vivía en una casita preciosa en las praderas verdes del sur de Irlanda. Una mañana acompañó a su papá a caminar por el campo y vio a las ovejas pastar, tan mansas. Lo que más le gustaba a Martín era que las ovejas estaban pintadas de distintos colores. El niño se acercó a una oveja y le acarició el pelaje sedoso y blanco con líneas celestes y rosadas mientras su papá le explicaba por qué se parecía a los arco iris: cada una de las ovejas tenía, en algún lugar de su cuerpo, una marca con la que los pastores la reconocían para saber a qué dueño pertenecía. De esta manera, las ovejitas podían pastar libres, sin necesidad de estar encerradas en corrales. Martín no podía dejar de mirarlas. Las había anaranjadas, lilas y azules. Los amarillos no eran todos iguales. Tampoco los violetas. Algunos eran más luminosos, otros opacos. Algunos rojizos y otros blanquecinos. Estaba tan emocionado que por la noche no pudo dormir.

-“Tranquilo, hijo. Cerrá los ojos, imaginá ovejitas y contalas una a una. Prontito sentirás que el sueño te vence”, le dijo su mamá.

El pequeño cerró sus ojos, intentó seguir aquél consejo y, de pronto, surgió, en el campo verde de su imaginación, un montón de ovejas de tan inimaginables colores que no paró de contar: una ovejita roja, veinte ovejitas doradas, trescientas ovejitas azules… mil doscientas cinco ovejitas celestes… setenta mil seiscientas ovejitas marrones. Era fantástico contemplar los matices que se desgranaban ante sus ojos como un abanico infinito. Lo que estaba viviendo era mejor que un sueño; pero, eso sí, ¡no logró pegar un ojo en toda la noche!

Al amanecer, Martín caminó hasta el pie del árbol que crecía, frondoso, al lado de su casa. Contempló el cielo con sus nuevos colores estirándose como si el sol se hubiese estado despertando y en él reconoció las mismas tonalidades que había descubierto en su imaginación mientras intentaba dormir. El sol era el mismo de todos los días, pero él sintió que estaba conociendo un nuevo sol, que parecía sonreírle. Los rayos rosados se distinguían de los bermellones y los turquesas de los azulados. Se dio cuenta de que todas esas maravillas siempre habían estado allí pero que él nunca las había visto.

Después fue a la escuela. ¡Tenía tanto sueño que se durmió en clase!

-¡Martín se durmió sobre el pupitre! -gritaban los chicos. Así que la maestra lo mandó a su casa. Aquella noche tampoco pudo dormir: las ovejitas se agolpaban en su mente. ¡Eran una multitud de colores! Los ojos de la imaginación de Martín estaban absortos y distinguían cada matiz. Estuvo toda la noche despierto, pero con los ojos cerrados y la oscuridad se llenó de arco iris con formas de ovejitas que no paraban de moverse en el silencio de las horas.

Al despuntar el alba, se fue hasta el pie del árbol que crecía, frondoso, al lado de su casa y esta vez le llamó la atención el arroyo. Seguía siendo el mismo arroyo de cada mañana pero él pudo ver a un arroyo distinto. Los cristalinos hilos de agua se distinguían de los plateados y los verdosos de los tonos aguamarinas. Un mundo de colores se movía con el agua. De pronto un picaflor se acercó a beber. Se movía de aquí para allá y la luz se reflejaba en su pico, en su cuerpo y en sus alas. Martín miró los tornasoles verdosos, turquesas, azules y anaranjados y se emocionó. Estaba acostumbrado a ver los colibríes que se paseaban y bailaban apurados, como siempre, tomando agua del arroyo, pero jamás había visto todo ese despliegue de colores en su pequeña danza de alas veloces que se volvían invisibles.

Ese mismo día, en la escuela, tenía tanto sueño que ¡otra vez se durmió en clase! y así sucedió durante varias semanas. La maestra ya no sabía qué hacer, sus amigos lo extrañaban porque Martín, que siempre había jugado a la pelota con ellos, se la pasaba bostezando y había dejado de correr. Los demás se burlaban de hoy gritándole: ¡Martín, el vaguín!

¡Las cosas estaban pasando a mayores! Así que la directora del colegio llamó a los padres, que mucho no pudieron hacer, la verdad, y con el tiempo, Martín se ganó la fama de perezoso y dormilón.

Muy pronto Martín creció y se convirtió en un muchacho alto y delgado que, a duras penas, terminó sus estudios. Aunque la tristeza de su soledad lo acompañaba nunca dejó de mirar los amaneceres, el arroyo y los colibríes. Como lo único que sabía hacer era contar ovejas, decidió que sería pastor y se marchó rumbo a un campo lejano donde nadie lo reconocería y le dijera “holagazán”. El joven fue feliz por un tiempo. Pacía el ganado, cautivado porque estas ovejas tenían colores muy distintos a los que había conocido hasta entonces. Esto lo fue emocionando de tal manera que volvió tener problemas con el sueño. Al acostarse contaba ovejas y cada vez tenían más y más matices de colores. Lo cierto fue que Martín no podía pegar un ojo y empezó a quedarse dormido a ciertas horas de la tarde. Cuando el dueño del campo lo descubrió puso el grito en el cielo. Así fue cómo Martín perdió su primer trabajo.

No tardó en conseguir otro puesto de pastor en el Norte y hasta allí se marchó, pero al cabo de una semana fue despedido por dormilón. En las praderas del Este de Irlanda le pasó lo mismo ¡y también en las del Oeste!

Martín se estaba marchando del campo del Oeste cuando el peón que preparaba los colores para pintar ovejas, se compadeció de él y le dijo: Con esto, seguramente harás algo muy bello, y le regaló unas latitas de pinturas. Al llegar a su casa, el muchacho dibujó con sus dedos la forma de las ovejas que tan bien conocía sobre una madera vieja que había encontrado en el camino. Al caer el día, colocó su obra a la intemperie para que se secara la pintura, y después cayó rendido de cansancio y de alegría. Esa noche, sí durmió plácidamente.

A la mañana siguiente, un turista que paseaba por aquella comarca vio la obra de arte que yacía delante de la cabaña del joven.

- Sin dudas, eres un gran artista, murmuró el hombre que miraba con detenimiento la obra. Le dio un grueso fajo de billetes y se la llevó. ¡Martín no podía creerlo! Con ese dinero, el muchacho compró lienzos, pinceles y más pinturas. Las mezclaba y nacían matices nuevos que llevaba a los lienzos incansablemente. Y comenzó a dormir sin sobresaltos.

Prontito, se corrió la voz. Desde distintos puntos de Irlanda viajaban los expertos para conocer sus obras que llegaron a los museos más prestigiosos del mundo y su fama se extendió por los confines de la tierra.

Un buen día, Martín viajó al sur de Irlanda para visitar a sus padres. Ellos lo abrazaron con el amor de siempre. El pueblo lo recibió con un festejo grandioso y agasajó al ilustre ciudadano. Aquellos que alguna vez se habían burlado lo elogiaron y lo aplaudieron sin descanso. Martín los miraba y no pronunciaba palabra, con la misma tristeza de antaño. Al día siguiente se despertó muy temprano y caminó hasta el árbol que estaba cerca de su casa. De pronto, sintió un suave calor. Una oveja había se acomodado sobre su brazo y lo miraba fijamente. Una calidez en la espalda le obligó a girar su cabeza y descubrió a otra de ellas, con una marca plateada como las estrellas. Una a una, las ovejas que le habían revelado el misterio de los colores acunaron la emoción nueva de su llanto. Sentado al pie del mismo árbol donde había reconocido a un sol distintos, al viejo arroyo y al esplendor diferente de los pájaros, vio los nuevos colores de su propia vida.

Como el sol clama por un cielo para extender sus rayos, como el manantial por un cauce para ser arroyo, como las alas de los pájaros por el viento para levantar su vuelo, los dones necesitan encontrar su cielo, su cauce y su viento, su lugar en el mundo, para desplegarse y descorrer el velo.

Martín supo entonces que cada ser creado sobre la faz de esta tierra es portador de un tesoro de talentos preciosos y únicos, escondidos a sus propios ojos, que aguardan, una mañana cualquiera, ser descubiertos.

LA AUTORA. SARAH MULLIGAN (Seud.) es escritora e ilustradora de Literatura Infantil y Juvenil y disertante. También es compositora y cantante de canciones infantiles. Es académica, Miembro de Número de la Academia de Literatura Infantil y Juvenil (Sillón de Liliana Bodoc) y corresponsal de ALIJ en la ciudad de Rosario. Es autora de cuatro libros: “El Niño De Los Ojos De Río Y Otros Cuentos”, “El Niño Del Corazón De Fuego Y Otros Cuentos”, “¡Al Agua, Patos!” y “Bernardita, La Estrellita”.

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