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1591 Cultura + Espectáculos LECTURAS

Historias íntimas

Una reseña para el libro "Relatos del fin del mundo" de Irma Verolín.

La editorial Ápeiron de Madrid, España lanza su nuevo libro “Relatos del fin del mundo” de la escritora argentina Irma Verolín. La presente edición cuenta con el asesoramiento literario de Viviana Rosenzwit desde Buenos Aires, quien lleva adelante un nuevo proyecto editorial de publicar y dar a conocer a escritores argentinos y/o de habla hispana en España. Celebramos esta oportunidad de seguir tendiendo puentes entre la Argentina y España, poniendo lo mejor de acá y allá al servicio de la buena literatura.

<b>IRMA VEROLÍN JUNTO A VIVIANA ROSENZWIT.</b>
IRMA VEROLÍN JUNTO A VIVIANA ROSENZWIT.

Los relatos de Irma Verolín narran íntimas historias que transcurren en un universo repleto de tías, abuelas, vecinos, padres ausentes y patios de antaño. Perfiles de la vida en un barrio de la Ciudad de Buenos Aires en pasadas décadas.

La niña que relata nos muestra el mundo desde un estadio de pensamiento mágico. Las peripecias son variadas: el deseo de viajar por una escalera, una ruptura amorosa, el descubrimiento de la escritura de las primeras letras, la lluvia en un patio desata una fantástica transformación, encuentros con una añorada hermana, la relación de una jovencita con su tía, un congreso de escritoras que desnuda ocultas identidades, los avatares de un domador de mariposas, una niña que asiste a su madre moribunda con cantidades de espejos, dos pasajeros desconocidos en un viaje en avión, un padre obsesionado con ir a la guerra y algunas más que se desarrollan en sitios más alejados del barrio y la casa familiar. Nos encontramos con un texto de trabajado lenguaje, que brinda una visión original y un entramado de historias que logran capturar al lector para sumergirlo en una atmósfera atrapante y una visión particular del mundo desde el límite sur del continente americano.

Compartimos con ustedes uno de sus emotivos relatos:

MANZANAS DE CARAMELO

No visitaba a mi tía sólo para comer aquellas manzanas, ni siquiera para contemplar con cuánta eficiencia ella ocultaba el verde agua bajo una íntegra capa de marrón dorado. Iba a su pieza también para escucharla. O tal vez para escucharla nada más. Los sábados, especialmente los sábados, yo aparecía por la pensión. La encontraba, por lo general, recostada en su cama, abanicándose con un papel de diario en verano o emponchada con la manta en invierno. Sobre la mesa ella ya había puesto, junto al calentador Primus, un paquete de azúcar y un kilo de manzanas verdes. Me daba un beso, ridiculizaba mi acné y luego decía la frase de costumbre: Los granitos se van si viene un novio; de lo contrario hay que esperar que termine la adolescencia. Después ella permanecía de espaldas a mí, frente a la pequeña olla sometida al fuego debilucho del Primus que oscurecía paulatinamente la precipitada lluvia de azúcar.

Primero mis dientes atentaban contra la película endurecida. El ruido resquebrajoso, casi igual al de las puertas de goznes desaceitados, me repercutía en la cabeza. Como solía ocurrir, si algunas esquirlas puntiagudas me lastimaban el paladar, por suerte la saliva no tardaba en deshacerlas. Entonces mi mano, la que sostenía el palillo pegajoso, se aflojaba un poco. Después masticaba el centro. Yo detestaba aquel centro blanco, brillante, ácido, que no hacía otra cosa que estirarme la línea de los ojos y fruncir mi nariz. En fin, me apresuraba a devorarla y le entregaba a mi tía el palillo que ella introducía en la segunda manzana.

Más de tres manzanas, o quizá cuatro, me resultaba imposible comer. Tía agitaba la cabeza con movimientos chiquitos, hacia la derecha y la izquierda, como diciendo: Mirá qué estómago insignificante tenés ¿eh?... ¿no comés más? Del movimiento de cabeza pasaba a la pregunta consabida: ¿Estaban ricas? Sí, tía riquísimas. Y yo ya presentía que ella iba a hablar a más no poder. Sabía que sus relatos respetarían un orden que comenzaba evocando el carnaval del cincuenta y cinco. Con una mano libre para adornar sus palabras y con la otra haciendo jarra sobre su cintura, rememoraba aquel dichoso carnaval. En media hora se había inventado, con un vestido viejo, un traje de mascarita. Sobresalir era cuestión de ingenio. De más está decir que el vecino, el de la otra cuadra, no sospechó, ni por asomo, que la mascarita que enronqueció durante aquella noche su voz había sido ella. Es que los antifaces tenían un velo. Cuando tía llegaba a esa parte de la historia, la sonrisa, iniciada en su boca, se le desparramaba por la cara. Le coqueteé, sí, le coqueteé —me decía levantando los hombros—, el muy atolondrado no se dio cuenta, ¿sabés por qué no me casé con él? Porque era petiso. Aborrezco a los petisos, vos lo sabés. A pesar de lo jovencita que yo era en el cincuenta y cinco ya estaba enterada de que un petiso te quiere mandar. Acordate de lo que te digo, un petiso es un inseguro de tres por cinco. Mirá lo alta que soy.

Enseguida yo veía las piernas largas de mi tía subiendo a la mesa. Desde allí, blandiendo el palillo pegajoso, lanzaba carcajadas. Carcajadas de puta de baja estofa, diría mi abuelo. Se reía mucho y sin bajarse de la mesa enumeraba la lista de pretendientes que desechó: El judío con plata, blanco igual que un papel secante y, por si fuera poco, lampiño. El atolondrado que amasaba los ravioles con cara de galleta de campo. Don Juan, el ferretero, oxidado como los tornillos que vendía. El capataz de nariz colorada. Y el chacarero. ¿Cuál chacarero, tía? ¡Cómo no te acordás! Es el que tenía la hermana paralítica. Ah, sí, ya me acuerdo.

De la vida de tía la familia en pleno estaba al tanto. Ella misma se encargaba de divulgarla. Que trabajó en la fábrica desde los quince años, que la echaron, que fue empleada doméstica, que cobró para acostarse, que un folklorista la engrupió con la promesa de montarle una casa: muebles, cortinas, vajilla, todo lo necesario, hasta que se esfumó con guitarra y bombo y nunca más se supo. También que tuvo que hacerse cuatro abortos. Yo conocía los pormenores, ella me los contó: Cada uno duró ocho minutos exactos. Duele, sí, y yo miraba el reloj. Un reloj cuadrado con números romanos. Por eso sabía cuándo el mal trago estaba por terminar. Ocho minutos. A la madrugada y en ayunas.

Los gestos de mi tía fueron siempre exagerados. Cejas alzadas, ojos en blanco, manos hacia cualquier parte. Tengo la impresión de que sus conversaciones lograron atraparme cada sábado durante los últimos años de mi adolescencia, porque con esos gestos ella creaba la intriga y el suspenso. Hasta se me ocurre que sus tonos de voz no significaban demasiado. Una tarde me dijo: A veces pienso que si me hubiera casado mi vida no sería así. ¿Cómo así?, le pregunté. Así, me contestó mientras, separando una mano de la otra, miraba la distancia entre mano y mano. De esta confesión hará más o menos dos semanas, la última vez que la visité. Ahora, con los ojos clavados en el aluminio percudido de la pava, acaba de decirme: Estoy en amoríos con un separado, quince años menor que yo, qué me contás. Es locutor de radio, horario nocturno. Viene aquí a la mañana tempranito. La dueña de la pensión anda pregonando que me va a echar, que este no es lugar para esas cosas. Tendrías que verla, dice esas cosas y arruga la nariz como si estuviera oliendo mierda.

Tía, ahora, hace silencio y yo miro la jaula y advierto que, desde que se le murió el canario, a ella le ha recrudecido el mal humor. La observo: agarra la manija de la pava como resistiéndose a acariciarla. Sus uñas, en las que restos de esmalte diseñan contornos de mapa, desaparecen detrás de la manija negra. Su cara, en un segundo plano y allá, del otro lado de la puerta, el patio con las macetas sin plantas. Ahora el pico de la pava se inclina medio desesperado y los ojos de mi tía le lanzan guiños imperceptibles a la jaula desocupada del canario. Estoy viéndole la punta de los dedos en un primer plano que pone en evidencia que se le terminó el quitaesmalte hace, por lo menos, un mes. Tía, ahora, ceba el mate con una parsimonia casi trágica. Vuelvo a mirarle las uñas y me acaricio automáticamente la mejilla. Para esquivar el espectáculo deplorable de sus uñas le miro la cabeza; no se peinó. Son las cuatro de la tarde y todavía no se peinó. Y me dice: Se vienen los calores, estamos en octubre. ¿Y vos en qué andás? En lo de siempre —le contesto— escribo. Inventa una mirada de simulado horror y dice: ¿escribir? ¿Se puede saber qué escribís? Cuentos, escribo cuentos, me escucho decir. Entonces escribís mentiritas, mentiritas... ¿otro mate? Sí, tía gracias. Descubro en su cara una sonrisa plácida, de labios pegados, dulce, apenas insinuada; una sonrisa que junto con las cejas levemente alzadas pone en mi tía algo parecido a un mensaje que podría ser el siguiente: ya comprendo, ya no hay nada que hacer, así todo está bien. Me doy cuenta de que ha hervido el agua y se lo digo. Ella, con la pava en la mano, busca en el cajoncito de la mesa de luz la llave del baño, abre la puerta y se va.

(Antes ella me aseguraba que una mujer a los treinta años consigue lo que se proponga, en el caso, claro está, de que no sea un esperpento. Cómo lo voy a olvidar: ella entonces tenía treinta años y solía acariciarse la mejilla con el dorso de la mano pegajosa por el caramelo. Acordate, a los treinta una mujer ya tiene experiencia y no está en declive todavía. No hay pergamino acá, me decía, señalándose la cara).

Tía está otra vez sentada frente a mí. Ha hecho un batifondo terrible con la puerta, con la silla, con el Primus. Él me manda cartas —escucho que me dice— me escribe cartas. Pero yo no se las contesto. ¿Por qué no se las contestás, tía? No hay que darle demasiada bolilla a los tipos —me dice con una inflexión de voz condescendiente— porque se ilusionan al divino botón. Le pregunto cómo se llama el tipo y tarda en responderme. Después dice: Se llama Julián. Pienso que en el caso de que Julián exista debe escribir con faltas de ortografía.

Ahora tía mira el mate con cierta consternación, pero sin perder tiempo suelta un gritito histérico y con una actitud desafiante me dice: No te conté que el verdulero anda enloquecido detrás de mí. ¿Cuál verdulero? ¡Mirá la pregunta que me hacés! El verdulero de la esquina, me aclara, como dándome a entender que soy estúpida, desmemoriada o vaya a saber qué. ¿El viejo?, le pregunto. No es viejo, che, es un tipo maduro, me dice, enojada. Y no es que quiera hacerla rabiar, en realidad ni la más mínima idea tengo de qué verdulero habla, por eso insisto: ¿Cuál? —y agrego— ¿el turco que vive con la madre? Sí, sí, sí —me dice con fastidio— turco es pero la vieja está consumidísima la pobre. Como me resulta difícil compadecerme de la madre de un desconocido, le pido a mi tía que procure ponerle menos azúcar al mate. Creo que nada más que para devolverme el reproche me pregunta: ¿Y se puede saber qué vas a conseguir escribiendo? La miro y no le contesto.

Ella se levanta, camina, me da la espalda y se apoya en el marco de la puerta. No hay un solo malvón en las macetas y yo imagino que ella está pensando en eso. Le adivino los ojos buscando algún malvón en las macetas despintadas. No mueve la cabeza, ni siquiera pestañea, pero sé que dentro de un rato, sin darse vuelta y con un tono de voz entre maravillado e interrogativo, va a decirme si me acuerdo de cuánto me gustaban las manzanas de caramelo.

IRMA VEROLIN LIBRO RELATOS
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