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Cultura Relatos

Como un pájaro perdido

"Amo los pájaros perdidos / que vuelven desde el más allá / A confundirse con un cielo / que nunca más podré recuperar". Mario trejo.

Escribe MIGUEL NÚÑEZ

-Algo vendrá- presagiaba la abuela Amalia parada en medio del labrantío mientras mirábamos un cielo de pájaros perdidos. Halcones peregrinos, águilas pescadoras y gaviotines del río dejaban los bancos de arena en un vuelo alborotado por una gloria de celajes y nubarrones. Nimbos y cerrazones cargados y oscuros como plomo crecían desde el horizonte.

No iban a anidar en las ramas, ni andaban por las nubes. No eran esos viajes ancestrales de migración, alineados y en formación, que estaba acostumbrado a avistar en los días de esplendor. Dibujaban rutas breves en el aire espeso de la tarde diezmada, viajando a ninguna parte que no fuera el cielo de mi fascinación.

Aunque la abuela Amalia se esmeraba en explicarme sobre las radiaciones electromagnéticas de las tormentas que desorientaban a los pájaros, no estaba asustado. Entonces, no entendía de fenómenos climáticos. Me dejaba llenar del asombro que brota cuando el alma se queda a la intemperie.

Iban y venían de un punto imaginario a otro. Revoloteaban y planeaban. Subían y bajaban. Ascendían como cometas para dejarse caer en picada, en piruetas acrobáticas y desesperadas. Observaba encantado volar a esos pájaros, fascinado por una emoción que me abrumaba. Apenas se hacía congoja cuando veía a mi madre, Martha, salir corriendo buscando refugio en la casa.

La abuela me había contado de aquel día cuando mi madre lavaba ropa en el fondo del patio y un rayo cayó tan cerca que sacudió la tierra y tembló la casa. La encontraron inmóvil tirada junto a la bomba de agua, con la expresión que llevan en el rostro los que se cruzan con el pombero. Su piel era como de porcelana, tan blanca y tan pálida, que hasta por un momento pensaron que estaba muerta.

Desde entonces no había podido sobreponerse al miedo a las tormentas. Quedaba paralizada en ese albur que da el espanto precipitado, que cae así, de repente, como cae un rayo del cielo. Estando a resguardo, ponía la pava sobre la hornalla y se sentaba en la cocina a tomar mate, sola, contemplando el fuego. Chupaba de la bombilla con la mirada perdida, rezando a todos los santos. Podía sentir esa pena dentro mío, y en silencio, suplicaba con ella.

Parado ahí fuera, con los pies firmes sobre la hierba todavía seca observaba embelesado el espectáculo que llegaba desde el cielo. Con la confianza apretada en la mano de la abuela demorábamos el último instante en que se desplomaba la lluvia y cuando el agua nos empapaba echábamos a correr hasta desaparecer, como desaparecen los pájaros que peregrinan al olvido.

Salí al balcón de casa y una cuantía de pequeñas aves urbanas volaban como pájaros perdidos. Los vi remontarse muy bajo, apenas por encima de las copas de los árboles, ir y venir sobre la avenida entre los edificios, naufragar atolondrados, chocarse unos con otros, enredarse en los cables. Tendí el brazo buscando la mano de la abuela. Ya no estaba. Volvió a embargarme la efigie de la confusión, que puebla la añoranza de los días de infancia.

Ciegos y sin sentido. Desorientados por las radiaciones electromagnéticas que presagiaban una tormenta. Ajenos a mi presencia varada en el mirador. Ami semblante erizado en la beatífica pose contemplando el piélago que soñaba.

-Algo vendrá- me dije para mis adentros, con la misma voz de la abuela Amalia.

Grace llegó de la calle con la noticia de que había muerto la tía Mabel. Ella también volaba. Iba y venía de un lugar a otro como un pájaro. Aparecía y desaparecía para al rato volver a aparecer con una bolsita llena de caramelos que compartía con mis hijas. Primero fue Paloma, después Amparo. Disfrutando juntas una ceremonia de golondrinas encantadas.

Toda memoria guarda su venganza. Ya no hay pactos ni secretos. Ya no hay llaves ni bisagras en el tiempo. No hay razones que valgan. No hay axiomas ni certezas. No quiero que me vengan con la muerte. Aquello era sólo una elegía manifiesta.

Existen lugares lejanos muy al sur y muy al este en los que parados frente a un cielo de tormenta un día nos encontraremos solos. Hay otros destinos y otras latitudes donde los roles se invertirán. Aquí hombres o mujeres. Allí tan sólo pájaros perdidos.

La gente que compra bolsitas de caramelos a los niños pequeños no debería irse tan temprano. Dios tendría que darles más tiempo acá abajo, en este suelo perplejo. Benditos sean todos nuestros muertos queridos. Bendita la tía Mabel que se fue para el cielo. Vuela un pájaro perdido.

En un momento ya no estaban. Una lluvia tenue como un montón de lágrimas caía desde el cielo. La tormenta pasó de largo y volvió a brillar el sol. De entre las ramas de los árboles, brotó el canto de los pájaros.

Por ahí andará Dios, contento, con su bolsita llena de caramelos.

EL AUTOR

MIGUEL NÚÑEZ es periodista. Fue Vocero Presidencial de Néstor Kirchner (2003-2007) y de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2009).

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