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Cultura

G. K. Chesterton contra los usureros

En ‘La utopía capitalista y otros ensayos’ el genial escritor inglés fustigaba a la plutocracia y la restricción de la propiedad privada en beneficio de unos pocos. El estatismo marxista era la otra cara de la misma moneda.

Acaban de cumplirse 150 años del nacimiento de Gilbert K. Chesterton, acaso uno de los más importantes escritores del mundo moderno. Son pocos los pensadores cuya obra ofrezca respuestas permanentes, para cualquier tiempo y lugar, y Chesterton es uno de ellos. Ejemplo de eso es su libro La utopía capitalista y otros ensayos, traducido por primera vez hace poco, en el que nos obsequia no pocas claves de bóveda para entender el presente, lo cual es notable porque los escritos reunidos en ese volumen datan de 1917.

Chesterton advirtió que el libro de Jeremías Bentham (puntillosamente seguido por los liberales argentinos del XIX) titulado En defensa de la usura (1787), marcó verdaderamente el inicio de la Modernidad. Y lo propio afirma su gran amigo Hilaire Belloc: “el grupo que integrábamos reconoció que el principal acontecimiento de nuestra generación había sido la destrucción de la libertad determinada por el crecimiento universal del monopolismo capitalista, y la ruina de la independencia económica en la masa ciudadana”.

Habitualmente, Chesterton es compasivo y magnánimo, aun en la batalla dialéctica. No se desborda en adjetivaciones ofensivas, ni ataca con golpes bajos. Es duro sin ser ruin, crítico sin brutalidad. No obstante, en este libro contra los capitalistas, es decir contra los usureros, hay un Chesterton distinto: mordaz como siempre, pero furioso. Odia al usurero y lo dice, odia al sistema capitalista -al que llama “maldito engendro”- y lo afirma sin medias tintas.

Plutócratas

Chesterton se enerva ante los plutócratas y ante la sumisión del político a la plutocracia: cada vez más- afirma- el estadista es un aliado del mercader y representa “no sólo a una nación de tenderos, sino a una tienda en particular”. En este libro se sirve a destajo de la idea del Estado Servil, pensada por Belloc, es decir un Estado en el cual el trabajo de una mayoría abrumadora, sin propiedad ni libertad, es obligatorio en beneficio de una minoría sin virtud alguna, más que la de ser rica. Chesterton aborrecía a esos políticos que mal dirigen sin honor, sin piedad, políticos que “no han hecho ningún juramento ni nos han guiado en ninguna batalla”.

Hay tres cosas que Chesterton reprocha al usurero, y todas en relación al desprecio que éste manifiesta por los hombres. En primer lugar, el usufructo del hombre, la idea utilitaria de la persona. Hace más de un siglo que llamaba la atención sobre algo que ha sido inoculado en el lenguaje corriente: así como se habla de “materia gris” para referirse a la facultad de la inteligencia, se utiliza la expresión “mano de obra” para referirse a un trabajador. El hombre sintetizado en la mano, desvinculada de la persona integral. Es que el capitalista, dice Chesterton siente horror por el ser humano completo, “algo que no es ni una mano ni una cabeza para los números sino una criatura horrible que se conoció en el desierto. El empresario dejará tiempo para comer, tiempo para dormir; pero vive atemorizado del tiempo para pensar”.

Esto último nos lleva al segundo gran pecado del usurero -y del político y el juez y el periodista y el artista que trabajan para él-: la pretensión de convertir el mundo en una gran prisión, en la que no importe tanto el castigo como el control. La prisión como ideal de la “comunidad constructiva capitalista”. Una cárcel que no será necesariamente cruel, que incluso puede ser una experiencia mejorada cuyas condiciones “posiblemente serán más humanas. Pero la prisión será más humana solo para albergar más humanos”.

De hecho, podría decirse que, en la prisión de hoy, el prisionero acepta gustoso estar encerrado. “No puedes encerrar a un esclavo, porque no puedes esclavizar a un esclavo”, dice el gordo genial. Si Chesterton hubiera vivido los años patéticos de la Pandemia, por ejemplo, podría habernos explicado todo con media docena de brillantes paradojas, empezando por aquella de todos los que, queriendo cuidar la vida, dejaron de vivir.

Individualismo

Hay un pecado más de ese capitalismo que Chesterton desprecia: aquello que llama el “individualismo bestial”. Y lo grafica tan bien que no podemos menos que citarlo textualmente:

“Supongamos que entro en un barco y que el barco se hunde; pero yo, al aferrarme al mástil, llego a naufragar sobre una isla desierta. O más bien supongamos que no llego hasta la misma isla, sino que sigo flotando cerca de ella, porque el único hombre de la isla es lo que llaman un individualista y no me quiere lanzar una cuerda (…) Ahora me parece que si, en mis esfuerzos de gritarle a esta criatura hermana por encima del ruido de las olas, califico su posición como la ‘posición insularista’ y mi posición, la ‘posición semianfibia’, habremos perdido mucho tiempo valioso. Yo no soy anfibio. Me estoy ahogando. Él no es un insularista ni individualista. Es una bestia. Y, si en lugar de dejar que me ahogue, me hace prometer que si llego a la isla seré su esclavo (…) entonces, por toda la teoría y la práctica del Capitalismo, se vuelve capitalista, y también canalla”.

Contrariamente a lo que algún distraído podría pensar, el aborrecimiento profundo de Chesterton por el capitalismo no lo hizo precisamente un amante del socialismo. Es que entendía que éste está engendrado por aquél. La crítica del socialista al capitalista es siempre de corto aliento, porque se detiene, inconclusa, en la invectiva contra la propiedad privada sin aceptar que ésta “no es lo mismo que propiedad limitada a unos pocos”. El marxista, afirma Chesterton, odia toda propiedad y no distingue entre el trabajador que logra tener su casita tras muchos esfuerzos y el plutócrata que medra obscenamente con el sacrificio de ese trabajador. Pero hay otra cosa que el socialista o cualquiera sea el nombre que hoy se le dé, no hará nunca: señalar con toda claridad que “el rico de hoy no sólo reina utilizando la propiedad privada, reina tratando la propiedad pública como si fuese privada”. Y no lo denunciará nunca porque el socialista también es un plutócrata, “estatista” se le dice ahora, que sólo quiere hacerse rico gracias a la arrebatiña del Estado.

En suma, lo que Chesterton le endilga a la usura es la abolición del hombre y de la comunidad. Por eso, en virtud de su don profético, pudo describir la sociedad que él veía acercarse y que nosotros ya padecemos:

“Todo lo que hay en ella, tolerable o intolerable, tendrá un solo uso; y es lo que nuestros abuelos llamaban la usura. Su arte podrá ser bueno o malo, pero serán anuncios para los usureros; su literatura podrá ser buena o mala, pero apelará al patrocinio de los usureros; sus selecciones científicas se harán según las necesidades de los usureros; su religión será lo suficientemente caritativa como para perdonar a los usureros; su sistema penal será lo suficientemente cruel como para aplastar a los críticos de los usureros; su verdadero nombre será Esclavitud y su título bien podría ser Socialismo”.

“Creo que el mundo nunca escuchará con justicia a alguien que se ha etiquetado así mismo como católico”, dijo Ronald Knox en el sermón panegírico de Chesterton. Pero, ¿qué importa el mundo? ¡Qué grande, Chesterton! ¡Gracias, Chesterton!

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