Aquella impresionante soledad de Francisco en la noche romana parecía el reflejo de otra, acentuada en los últimos años: el pontífice argentino era tal vez el único líder mundial de concepto en aquella coyuntura.
Él mismo reflexionaba poco después sobre esta circunstancia. Fue cuando se cumplieron diez años de su elección, que Francisco dijo: “No pensaba que sería el Papa de la Tercera Guerra Mundial. Pensaba que el conflicto sirio era único, y luego vino Yemen, y luego la tragedia de los rohingya, y vi que era una guerra mundial. Pero detrás de las guerras está la industria armamentística, y eso es diabólico. Un experto me dijo que si dejáramos de fabricar armas durante un año, ya no habría hambre en el mundo. Me duele ver a los muertos, esos jóvenes, sean rusos o ucranianos, no me interesa. No van a volver.”
Estaba expresando la frustración por no poder hacer más por la paz en el mundo, por no encontrar socios en la empresa, por no hallar el suficiente eco a sus llamados al diálogo y la fraternidad en sus contrapartes seculares. Al comienzo de su papado, varios gestos fuertes y la respuesta del mundo de la política parecían abrir caminos y tender puentes para la amistad entre los países.
Una vigilia por Siria evitó una escalada mayor del conflicto. El entonces presidente israelí Simon Peres y el de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, acudían al Vaticano para rezar por la paz entre sus pueblos. Con su mediación, Cuba y Estados Unidos iniciaban un proceso de normalización de sus relaciones.
Cuando Francisco dice que ya está transcurriendo la Tercera Guerra Mundial aunque a pedazos, no quiere decir que muchas “pequeñas” guerras sumadas hacen una grande, sino que los poderosos del mundo llevan su lucha por la hegemonía a terceros escenarios, a costa de otros pueblos, y en beneficio de sus industrias armamentísticas.
En esta denuncia, el Santo Padre se ha visto solo. En el colmo de la incomprensión acerca de su rol, no faltaron los que le exigieron que se pronunciara por uno u otro bando en una guerra, o los que reclamaban a gritos condenas a los conflictos más mediáticos y ni se notificaban de los esfuerzos que hacía respecto de otros, silenciados o sencillamente olvidados por el sistema mediático.
Suele suceder que los mismos que piden a la Iglesia, y sobre todo al Papa, no inmiscuirse en los asuntos de orden político, son luego los primeros en exigirle que intervenga y hasta resuelva los conflictos cuando éstos estallan. En el fondo, es antes que nada una excusa para criticar; si los dirigentes no crean las herramientas para continuar en el plano geopolítico los caminos que el Papa señala o abre desde el plano espiritual, es poco lo que podrá hacerse por la paz. Reclamarle al Sumo Pontífice por lo que supuestamente no hace es una forma de evadir responsabilidades.
Históricamente, la Santa Sede mantiene una actitud de prudencia y de equidistancia para actuar con el mayor grado de ecuanimidad cuando la circunstancia lo amerite.
Bergoglio no es el primer Papa que recibe a todos los jefes de Estado, ni el primero en no condenar abiertamente a uno u otro régimen. Similar diplomacia ejercieron Paulo VI y Juan Pablo II. El Vaticano no rompe relaciones con los regímenes de facto, busca mantener siempre abierto un canal de diálogo, por estrecho que sea. La Santa Sede tiene feligreses y el Vaticano “ciudadanos” en todo el mundo y eso es determinante en su modus operandi. Un nuncio puede ser expulsado, pero rara vez retirado. No es un simple embajador: cumple una función diplomática pero también otra más importante que consiste en ser el nexo entre las congregaciones locales y Roma.
culiar de la diplomacia vaticana es el origen de muchas de las críticas desmedidas e ilógicas que recibió el Papa en estos años por su accionar en este plano. La incomprensión pero también la mala intención. Y en el fondo, el descompromiso.
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