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Opinión REFLEXIÓN. POR OSVALDO CURA

El  hombre detrás de la palabra soberanía

Un escrito del ex ministro de Gobierno de La Rioja, tomado de las notas contenidas en el libro “Rosas, el compañero de tu gloria…”

Vergüenza al argentino que no estuvo En su hora, Con el tirano criollo Frente al gringo pirata”. Carlos Obligado

Cuando cayó, el gobierno de Juan Manuel de Rosas era ya un anacronismo. Por decirlo en términos bíblicos “su tiempo ya había sido consumido”; no obstante ello, y paradojalmente, las causas y circunstancias que decidieron su ascenso al poder, continuaban –con distintos grados– vigentes.

Y no eran cuestiones que se resolvieran solo dotando al país de un instrumento normativo de rango superior, ya que lo común es que las leyes regulen una realidad estudiada por el legislador y no que generen situaciones que deban su existencia a una suerte de compulsión legislativa voluntarista; puesto que, como con magistral acierto afirma García Mellid: “No basta una metáfora feliz para crear un orden diferente”.

La prueba palpable de ello fue que, teniendo ya la anhelada constitución, sobrevinieron Cepeda, Pavón, la secesión de Buenos Aires, la “pacificación” del interior por medio del terror y el escarmiento, el alzamiento del general Peñaloza, las invasiones de Varela desde Chile y desde Bolivia, el asesinato de Urquiza, la guerra civil contra López Jordán y el hecho mismo de que habiendo fuerzas nacionales siguieran existiendo en pleno periodo constitucional los ejércitos casi particulares de, por ejemplo, Taboada o López Jordán, y se puso en discusión la legalidad de las milicias provinciales después del levantamiento demencial de Carlos Tejedor en 1880.

Durante muchos años el nombre del general Rosas fue execrado y vituperada su memoria; no era posible nombrarlo sino designando al tirano Rosas, como única cualidad de su paso por la historia de su patria.

No sucedió así con quienes fueron con él, los jinetes del escuadrón mayor de la caballería de la Confederación.

El recuerdo de Facundo y su trágica muerte fue conservado con fervor casi religioso por sus comprovincianos y La Rioja nunca dejó de enorgullecerse de haber dado tamaño varón. Por su parte, el brigadier López estaba nimbado por la gloria de haber sido guerrero de la independencia y Santa Fe custodió con amor el recuerdo del soldado de Belgrano, del caudillo que le prometió a San Martin acudir con su provincia en masa para llevarlo en andas hasta la Plaza de la Victoria.

De Rosas solo se escuchaba la cátedra habitual acerca de la tiranía, la Mazorca y el ajusticiamiento de los amantes sacrílegos. Pero una sombra de duda en el fondo de la conciencia colectiva sostenía que debía haber algo más y de a poco la verdad comenzó a abrirse paso.

¿Fue el empecinado recuerdo adolescente de Ernesto Quesada? ¿Fue la documentada y erudita narración de la historia de Adolfo Saldías?

¿Fue la honestidad intelectual y la integridad moral de los testimonios de Antonino Reyes

y Prudencio Arnold? ¿Fue tal vez la controvertida sinceridad del tucumano Alberdi?

Fue el poder de la verdad histórica.

Fue la elocuencia sin par del legado sanmartiniano.

En la sesión de la Cámara de Diputados de la Nación de fecha 15 de Diciembre de 1915, el Dr. Estanislao Zeballos, obligado, como estaba, a decir que Rosas fue un tirano condenado por la historia, se vio además precisado a manifestar que su defensa de la soberanía había sido “una política diestra, grande y viril”.

Y ya lanzado a contar lo que no se puede ocultar, dijo también que: “era un gran carácter y un gran talento, que impuso a las potencia europeas –a Francia y a Inglaterra aliadas– el reconocimiento absoluto de nuestra soberanía sobre el Río de la Plata y sobre los ríos interiores, que ellos codiciaban con sus cañones y que respetaron en los tratados, saludando a nuestra bandera”.

Ese fue el hombre cuya figura he querido evocar en este dia. ¿Dictador? Sin duda; acusación que también les cabe a los gobiernos que le precedieron, puesto que gobernaron con facultades extraordinarias.

Gobernó durante muchos años enfrentando a un enemigo que vivía en estado de conspiración perpetua y que no vacilaba en aliarse al extranjero para conseguir sus fines.

Tal vez nos hubiera gustado que muriera en Caseros, asesinado por los disparos de las tropas imperiales, pero eligió el exilio.

Creo que prefirió poner a salvo a sus hijos y con igual celo a la abundante documentación que con antelación suficiente preparó para ponerla a resguardo, para que fuese su defensa póstuma en el juicio de la historia, ya que en vida decidió no defenderse.

No fue el modelo de prócer perfecto, ya que, como es obvio, solo en Dios es posible la perfección.

Fue un criollo cabal de la llanura pampeana y fue un hombre de campo completo, ganadero y agricultor, comandante de milicias de campaña cuando la ocasión lo requirió.

Fue, sobre todo, para el país, el hombre adecuado en el momento oportuno. Cuando los gobiernos se desplomaban y las provincias marchaban a un sombrío destino de reinos de taifas, impuso su estilo y sus métodos para preservar la integridad territorial y consolidar la identidad nacional de la Confederación Argentina.

En ejercicio de ese esfuerzo logró poner su nombre en boca del mundo entero y en las bocas de sus compatriotas incorporó a su vocabulario la palabra soberanía. Por eso dijo el historiador brasileño Pedro Calmon que su estatura titánica proyectaba una larga sombra sobre todo el continente mientras desafiaba a las potestades de la tierra.

Hace más de treinta años volvió para estar entre nosotros.

Que pueda descansar en paz.

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