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Opinión VOCES

Legítima defensa del orden social

La multiplicación de conglomerados habitacionales casi impenetrables pero altamente permeables al tráfico de narcóticos y la reducción de las conductas delictivas a meras formas habituales de subsistencia se sumó a la aparición de nuevos tipos de delitos que no pudieron haber sido imaginados cincuenta o setenta años atrás.
Osvaldo Cura

Por Osvaldo Cura

La Constitución Nacional otorga en su artículo 75 inc. 12 al Congreso de la Nación, la facultad de legislar en materia penal (entre otros temas) por lo que, en uso de esta atribución, el alto organismo legislativo dicta –sanciona- un código en el cual están tipificados los distintos delitos y las penas que pudieren corresponder según el criterio de los organismos jurisdiccionales.

Asimismo, en este código, están contemplados los principios generales que rigen en materia penal y descriptas las diversas circunstancias bajo las cuales actúan los sujetos activos de los delitos y sus distintos atenuantes o agravantes; correspondiendo a las jurisdicciones provinciales dictar las normas de procedimiento llamadas leyes de rito o formales (Código Procesal Penal).-

Siendo esto así, tenemos que el Código Penal de la Nación contempla en su artículo 34, incisos 6 y 7 la inimputabilidad de quien obrare en defensa propia, siempre que responda a una agresión ilegítima; que el medio empleado para repeler la agresión (o protegerse de ella) obedezca a criterios de razonable proporcionalidad y que exista falta de provocación suficiente por parte del que se defiende.

Todas estas circunstancias concurren también en auxilio de quien actúa en defensa de la persona o los derechos de otro y si el agredido ha sido el provocador, que no haya participado de esta provocación el tercero defensor.

A su vez, el artículo 35 contiene el castigo que correspondiere a quién haya excedido, en su defensa, los límites que la ley, la autoridad o la necesidad imponen de acuerdo a las circunstancias del caso.

Toda esta normativa, fruto de una elaboración doctrinaria minuciosa y equilibrada fue concebida muchas décadas atrás, en un mundo sustancialmente diferente al de ahora y cuando la sociedad argentina aún no había experimentado el cambio que sobrevino en el modo de conducirse de las personas, ni el cambio que sufrió el escenario en que esas personan se conducían.

La multiplicación de conglomerados habitacionales casi impenetrables pero altamente permeables al tráfico de narcóticos y la reducción de las conductas delictivas a meras formas habituales de subsistencia se sumó a la aparición de nuevos tipos de delitos que no pudieron haber sido imaginados cincuenta o setenta años atrás.

El aumento desmesurado de la delincuencia urbana, de la mano sobre todo del consumo de estupefacientes, guarda en su interior modalidades delictivas del tipo de los llamados “motochorros” o el “robo piraña”, ya que, dos delincuentes arrastrando en una moto a una anciana a lo largo de una cuadra solo para apropiarse del teléfono móvil de la víctima, con desprecio por su vida o treinta individuos montados en quince o veinte motocicletas que asaltan una estación de servicio, deben configurar un supuesto bastante alejado de lo que tuvieron en mente los legisladores al incorporar a la tipología delictiva el robo en poblado y en banda.

Estos delitos, cada dia más frecuentes, con su intimidación aterradora, su nivel de crueldad y aún el impulso sádico de proporcionarle el mayor sufrimiento posible a la víctima más el incremento casi incontrolable en el consumo y el tráfico de sustancias prohibidas, hacen que sea necesario revisar algunos conceptos e incorporar otros nuevos.

No sería desatinado considerar a la huida, luego de consumado el delito o su tentativa, como una mera continuación de la flagrancia, ante la cual no es preciso andar con mayores miramientos para lograr la captura del malhechor. Está claro que no me estoy refiriendo a quien lograr evadir la aplicación de la ley por varios años, en cuyo caso estaríamos en un supuesto de perpetua flagrancia; sino a la fuga inmediata que tiene el propósito de burlar la aplicación de la ley y cuya extensión en el tiempo estaría a criterio de los jueces de acuerdo a las circunstancias de tiempo, modo y lugar.

Por otra parte, cuando un numerario policial, militar, de gendarmería, prefectura etc. Interviene ante la comisión de un delito, no aparece como muy razonable aplicarle las reglas del artículo 34 del Código Penal concernientes a la que de aquí en más llamaremos “legítima defensa personal” puesto que, aún en el caso de un ataque a su persona, el no actúa en defensa de su integridad física o patrimonial, sino en defensa de la sociedad que le ha confiado la misión de protegerla, para lo cual ha armado su brazo y estamos hablando de personal en actividad o en situación de retiro; uniformado o nó y de aquellos que concurrieren en su auxilio.

Estando en juego la vida, los bienes y aún el honor o la honestidad de las personas, poner en pie de igualdad aparente ante la ley al titular de tan valiosos bienes con quien intenta apropiarse de ellos o, llegado el caso, quebrantar su incolumidad, resulta no solo ilógico sino también contrario a los intereses de la sociedad.

Se me dirá que esto que afirmo contradice precisamente el principio de igualdad ante la ley; responderé que poner a cada uno en su lugar, según la ley, armoniza más con los principios generales del derecho y con el viejo anhelo jurídico de dar a cada uno lo suyo, según sus merecimientos y el rol de cada cual en su entorno comunitario.

Desde luego, considero oportuno señalar que no reclamo un criterio interpretativo benévolo para aquellos casos conocidos como de gatillo fácil, ya que en ellos el agente del orden abandona su rol para usurpar el del delincuente, montando una escena y “plantando” pruebas para esconder la actitud delictual de haber disparado contra un inocente o incriminar falsamente a alguien.

Si, en cambio, señalo lo contraproducente que puede resultar exigirle a un agente del orden que persigue a quien acaba de delinquir o se defiende de él, que actúe con la precisión de un tirador olímpico, evitando dañarlo en demasía, para no convertirse él mismo en un delincuente terrible que ha rebasado los límites impuestos por la ley para la legítima defensa.

Por lo tanto, sea por vía de una ley del Congreso o por creación pretoriana de los jueces, debería incorporarse a nuestro ordenamiento normativo la figura de la “Legítima defensa del orden social vulnerado”, que tendría que ser bastante más contemplativa y menos rigurosa al considerar la conducta de los funcionarios del orden frente a quienes pretenden quebrantarlo.

No ha sido mi propósito en esta nota incursionar en tecnicismos jurídicos, puesto que no soy un experto en materia penal, solo me ha parecido, como testigo de una época en que la inseguridad ha dejado su impronta angustiosa en la vida de mis compatriotas, que podía aportar un par de sugerencias , en la convicción de que algo hay que cambiar, porque así como vamos, nada puede ser peor que entregarse a la inercia.

*Abogado

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