Por Rodolfo Barra. Ex Ministro de Justicia. Ex Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nacion
Ninguna de sus antecesoras, aun siendo terribles, ha
merecido ser considerada por los historiadores como un "acontecimiento
'epocal'", entendiendo como tal a aquél que es utilizado como mojón indicativo
del fin de una era –un período de tiempo, y en una región determinada,
coherente en valores determinantes y significativos, situación política,
creencias religiosas, etc.- y el comienzo de otra.
El inicio de la Edad Media es generalmente identificado
con la caída del Imperio Romano de Occidente, más exactamente con la ocupación
de Roma por los bárbaros en el año 476 d.c., mientras que a su fin se lo hace
coincidir con el descubrimiento de América en 1492 o, un poco antes, con la
caída de Constantinopla en 1453, aunque la decadencia de Roma y la
"feudalización" del antiguo Imperio (la disolución de sus lazos, si bien
pudieron sobrevivir en lo esencial por la expansión unificadora de la Iglesia)
y el desarrollo de nuevos paradigmas antropocéntricos se anticiparan mucho a la
finalización del Siglo XV. ¿La Edad Contemporánea comenzó con las revoluciones
americana y/o francesa? ¿O con la invención de la imprenta (1450), que fue la
primera gran revolución informática, o setenta años después, con la reforma
luterana? ¿Cuál es el "acontecimiento epocal" de nuestra era? Elijamos: la
explosión atómica en Hiroshima (1945) junto con la contemporánea derrota final
del Eje; la definitiva (suponemos) caída de los totalitarismos con la implosión
de la Unión Soviética, tomando como acontecimiento la demolición del Muro de
Berlín (1989); la difusión del internet (1990/2000); el descubrimiento del ADN
(1960?); el posterior desarrollo de la biotecnología?
En realidad, todos han sido procesos que comenzaron mucho
antes del "acontecimiento epocal", y se desarrollaron y consolidaron a lo largo
de décadas posteriores.
¿Cuál es la razón de que las pestes no hayan sido
consideradas "acontecimientos epocales"?. Seguramente porque ninguna cambió
nada fundamental en la sociedad que la recibió y padeció. Por otra parte, las
pestes vinieron y se fueron, nadie sabe exactamente porqué. Sin duda las malas
condiciones sanitarias e higiénicas fueron ocasión de su advenimiento, como las
prevenciones para el contagio (con el tiempo llegaron los remedios y vacunas)
y, quizás, la "autoinmunización", ocasión de su partida. Pero, como el absurdo
de la peste relatada por Camus, "…nunca muere o desaparece…puede permanecer
dormida por años y años…(aún así)) quizás llegue el día cuando, tanto para
pesadilla como para iluminación de los hombres, ella despierte nuevamente a sus
ratas y las mande a morir en una ciudad hasta entonces feliz".
No sabemos todavía si esta es la peste más terrible de la
historia de nuestras pestes (personales y sociales, culturales y biológicas).
Si pensamos en el número de víctimas, gracias a Dios, no la es. La "peste
negra" de mediados del S. XIV mató a casi 200 millones de personas, un número
cercano a la mitad de población europea, continente donde se asentó por cinco
años. La denominada "gripe española" dejó un saldo mortal de aproximadamente 50
millones, entre 1918 y 1919, y así hay otros antecedentes de similar dimensión
apocalíptica.
Es muy temprano –lamentablemente, porque todos ansiamos
su final- para hacer un balance de la actual pandemia, especialmente de sus
resultados y legados. Pero esta peste se manifiesta también junto con ciertos
fenómenos que destacan su singularidad, especialmente el del "aislamiento
social". Nunca se dio, al menos con tal intensidad local y globalizada, una
situación de casi total "encierro" de la población en sus domicilios, la
interrupción de la actividad recreativa, educativa y, principalmente, la comercial
e industrial no esencial, con una duración tan prolongada.
Seguramente no nos engañaríamos ni nos dejaríamos tentar
por la ciencia ficción si tratásemos de imaginar las consecuencias de este
denominado "aislamiento social". El nombre ya es revolucionario por lo
contradictorio: estar (como sistema, no por una específica situación patológica
de uno o un grupo de individuos) aislados en la sociedad, cuando ésta, por
definición, supone y exige la integración. El "aislamiento" provocará, una
tremenda crisis económica, pero de este tipo de situaciones extremas la
humanidad siempre se las ha arreglado para salir. Lo que no sabemos es el tipo
de crisis psicosocial que heredaremos de la pandemia, sus consecuencias
culturales y políticas, si es que realmente las producirá.
El "aislamiento" está ya dejando una experiencia: la
posibilidad de la educación y el, en ciertas áreas, generalizado trabajo
"virtual", vía internet. Este fenómeno puede generar cambios importantes, en
principio positivos: menor traslado físico, menor utilización de trasporte
público, menor, entonces, contaminación ambiental, junto con un mayor
aprovechamiento del salario (eliminación de gastos de traslado, comidas "de
oficina", vestimenta), menores gastos generales para las empresas económicas y
organizaciones educativas. Claro que se perderá el contacto personal, tan
importante, por ejemplo, en la educación (como profesor, necesito ver a mis
alumnos, sentir su atención o aburrimiento, con ello motivarme para modificar
el discurso, para "condimentar" el tema, sentirme rejuvenecido al aspirar la
juventud que de ellos emana).
Los efectos económicos y psicosociales de esta peste
serán seguramente estudiados por científicos de distintas especialidades. No
puedo dejar de imaginar a los estrategas militares, especialmente de las
grandes potencias, analizando el caso como experiencia, a guisa de "maniobra",
en el marco de una hipótesis de conflicto "químico".
No debemos dejarnos engañar, tampoco, por las sirenas
apocalípticas, ni por las manías conspirativas, cuyas usinas vaya a saber en
cual central de inteligencia se encuentran. Tomemos a la "infodemia" (la peste
de las "fake-news") como un entretenimiento para pasar el tiempo de encierro;
no valen para mucho más.
No parece de recibo pensar que la pandemia provocará, por
si sola, un cambio en el actual sistema económico, caracterizado por la
tremenda desigualdad en la distribución de los bienes "fruto de la tierra y del
trabajo del hombre", de la tierra y el trabajo que es de todos y de cuyos
frutos todos debemos participar en justa, equitativa y misericordiosa
proporción (cada una de ellas subsidiaria de la anterior)[1]. Sin duda el
mercado necesita de la "mano severa y firme" del Bien Común para no convertirse
(así querido o no) en un disfraz del latrocinio (¡¡si dejaran que el 50% de,
siquiera, la plusvalía se derramase de verdad!![2]). Quizás la pandemia
provoque también correcciones culturales que impulsen los cambios positivos en
el orden económico y político.
Por lo expuesto tampoco me parece que la pandemia
terminará con la globalización (obviamente no con la globalización fáctica
–"una humanidad cada vez más interrelacionada" (CV, 42)- lo que sería
imposible, sino con la globalización como sistema). Por el contrario, la
primera impresión es que la profundizará, al menos como necesidad: una peste
globalizada seguramente precisará de ser combatida con medios también
globalizados.
Como ocurre con el mercado, o con la democracia o con la
libertad de prensa, los defectos y carencias de la globalización deben ser
corregidos no por el camino de la eliminación de la sustancia sino por el
esfuerzo del mejoramiento, por la creación de instituciones que, lejos de
disminuir sus beneficios, los incrementen, permitiendo se separe la cizaña del
trigo.
La corrección de la globalización no puede conducir al
retorno del cerrado sistema "westfaliano" de los Estados nacionales
competitivos por el poder, marcha atrás que si sería apocalíptica, al menos por
el peligro belicista (atómico, químico?) que podría representar. Tampoco
significa la desaparición del Estado (CV, 41) sino, por el contrario, la
necesidad de fortificarlo en las organizaciones públicas-políticas más cercanas
a las familias y sus miembros: municipio, provincia, región, nación, mayormente
en ese orden subsidiario.
La globalización es hoy un sistema imperfecto que debería
dar un salto cualitativo y convertirse en un ordenamiento jurídico, es
decir, en una comunidad política en la que predomine la cosmovisión unitiva
jurídica (la "ciudad del hombre"), sin perjuicio del respeto de tradiciones
culturales, creencias religiosas, etc., es decir un ordenamiento jurídico
supranacional común y subsidiario de las nacionalidades. "Urge la presencia de
una verdadera Autoridad política mundial…", advertía hace ya más de 10
años el ahora Papa Emérito en la encíclica Cartitas in veritate[3], a
la que me atrevo a denominar y proponer como la "gran hoja de ruta" de la pos
pandemia.
Algunos líderes mundiales, con mucha picardía, lanzan la
consigna de "primero nuestra Nación", como si la globalidad regulada pudiera
poner en peligro el bienestar de esos riquísimos conglomerados nacionales. Es
una picardía, porque saben que, siendo sus naciones superpoderosas, la
globalidad regulada las sometería a un orden de por si limitativo de un poder
que, de lo contrario, pueden ejercer con la fuerza que les convenga según las
circunstancias. Una de los efectos del ordenamiento jurídico –nacional, global-
es la protección de los más débiles frente, al menos, los excesos de los más
poderosos.
Quizás sea todavía prematuro pensar en una "autoridad
política mundial" sin perjuicio del deseo profético expresado por Benedicto
XVI. Pero se puede ir avanzando por escalones, estableciendo agencias
supranacionales con verdadero poder final (esto quiere decir,
incluso, coactivo) sobre materias específicas de inevitable alcance
global, como la salud, las migraciones, el hambre. Es decir, agencias
supranacionales capaces de ampliar cada vez más el número de invitados a la
mesa del bien común global.
En síntesis, debemos imaginar instrumentos y medidas, no
sólo para enfrentar a la pandemia en sus horas críticas, sino a una situación
que me imagino igual o todavía más grave: la pos pandemia. Para lidiar con ésta
no bastará, en realidad será contraindicado, el encierro y aislamiento, sino
ciertamente medidas de emergencia donde lo público (el Estado) asumirá un papel
relevante frente a lo privado (la sociedad civil). Esperemos también que, como
lo enseñaba Benedicto XVI y lo continúa haciendo nuestro Francisco, las
autoridades tengan conciencia acerca de la necesaria temporalidad de la
emergencia y recuerden que ellas son titulares de sólo, aunque nada menos,
una competencia subsidiaria.
[1]Voy a citar las enseñanzas del Papa Emérito,
Benedicto XVI, en esa encíclica extraordinaria que es "Caritas in
veritate", "La Caridad en la verdad" (CV). En el nº6 dice: "Ante todo, la
justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un sistema propio
de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es
dar, ofrecer de lo "mío" al otro; pero nunca carece de justicia, lo cual lleva
a dar al otro lo que es "suyo", lo que le corresponde en virtud de su ser y de
su obrar. No puedo "dar" al otro lo que es mío sin haberle dado en primer lugar
lo que en justicia le corresponde…la justicia es "inseparable de la caridad"
(con cita de Paulo VI, enc. Populorum progressio, nº22)…Por un lado, la
caridad exige la justicia…Por otro, la caridad supera la justicia y la completa
siguiendo la lógica de la entrega y el perdón (con cita de Juan XXIII) La
'ciudad del hombre' no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes
sino, antes y más aún , con relaciones de gratuidad, de misericordia y de
comunión".
[2]El Papa Francisco, en el nº 54 de la exh. apos. Evangelii
gaudium (La alegría del Evangelio), señala que la teoría del "derrame"
"jamás ha sido confirmada por los hechos (y) expresa una confianza burda e
ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos
sacralizados del sistema económico imperante".
[3]Hoy más que nunca conviene releer el texto de CV nº
67, que parece escrito para las actuales circunstancias: "Ante el imparable
aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión
de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización
de las Naciones Unidas como de la Arquitectura económica y financiera
internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de
naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en
práctica el principio de la responsabilidad de proteger y dar también
una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto
aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico
y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el
desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial,
para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su
empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno
desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la
salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia
de una verdadera Autoridad política mundial …Esta autoridad deberá
estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de
subsidiariedad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común
(cita a Juan XXIII, enc. Pacem in terris), comprometerse en la realización
de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la
caridad en la verdad. Dicha autoridad, además, deberá estar reconocida por
todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el
cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos (cita, Concilio
Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 82). Obviamente, debe tener la
facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así
como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros
internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no
obstante los progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de
estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El
desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el
establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo
subsidiario para el gobierno de la globalización (cita a Juan Pablo II,
enc. Sollicitudo rei socialis, 43), que se lleve a cabo finalmente un
orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral
y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto
de las Naciones Unidas" (destacados en el original, salvo lo destacado en
negrita).
Por Rodolfo Barra (Infobae)
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