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Opinión MUNDIAL. POR IVÁN AMBROGGIO

Argentina campeón: varios deberemos dejarle propina al psicólogo

El triunfo argentino se materializó en llantos de felicidad y cánticos que brotaron de todos los hogares. (Perfil.com)
Iván Ambroggio

Por Iván Ambroggio

La felicidad que el fútbol les produce a los pueblos ha tenido detractores a lo largo de la historia, en ambos extremos del arco ideológico. La derecha consideraba que el fútbol era la prueba de que los pobres piensan con los pies, y para la izquierda, el futbol tenía la culpa de que el pueblo destinara energías a otro tema que no fuera la revolución. Pero el fútbol ha podido gambetear todo intento de alguna institución o persona de definir qué alegría es válida y cuál no.

Es difícil, para un argentino, hallar un cerro desde donde mirar y analizar -con el espíritu sereno- lo acontecido en el mundial de Qatar. La novela Those Who Remain, del escritor estadounidense G. Michael Hopf, aporta una frase, cuya primera parte –hasta la segunda coma, exactamente–, parece a medida para Lionel Scaloni: “Los tiempos difíciles forjan hombres fuertes, los hombres fuertes crean buenos tiempos, los buenos tiempos crean hombres débiles, los hombres débiles crean tiempos difíciles.”

Los inicios del proceso de Lionel Scaloni al frente de la Selección Argentina estuvieron llenos de adversidades e incertidumbres. Los fantasmas de las derrotas aparecían en cada espejo en el que el entrenador y sus jugadores se miraban. En ese clima de infortunios, el joven entrenador apostó a forjar un equipo con identidad propia, liderado en el campo de juego por el mejor jugador del mundo, Lionel Messi, pero sin que la presencia del astro se convirtiera en dependencia absoluta. Partido tras partido, el entrenador fue aceitando el esquema con nuevas incorporaciones, y complementado lo colectivo con individualidades sorpresivas y no pocas veces decisivas. Entre los logros de Scaloni, se puede mencionar la felicidad que posaba en el rostro de Lionel Messi en cada partido, en cada contraataque en velocidad, en cada pirueta que hizo con la pelota. El entrenador supo dotarlo de confianza, y convirtió al capitán en la mejor versión de un conductor. Cada gambeta, cada definición del crack argentino, dejaban ver una obra de arte infinita, que poseía pinceladas de otros artistas, lo que la convertía en un activo colectivo.

El equipo nacional tras el “maracanazo” que le permitió quedarse con la Copa América, llegó en un estado superlativo a Qatar, o al menos eso creíamos ver los hinchas. Después del baldazo de agua fría o de humildad que supuso la derrota con Arabia Saudita, el equipo se lamió las heridas y se repuso rápidamente. Aquí tuvo un rol protagónico el hambre de gloria de los jugadores. Esto quedó plasmado en cada pelota dividida de Nicolás Otamendi, en cada volada del “Dibu” Martínez, en la destreza de Enzo Fernández, en el despliegue y las guapeadas de Rodrigo De Paul en defensa de sus compañeros, en los piques por derecha de Nahuel Molina, en las habilitaciones de Alexis Mac Allister, en la firmeza del “Huevo” Acuña, en los anticipos rabiosos de Nicolás Tagliafico, en las gambetas indescifrables e imparables de Ángel Di María, en la piernas incansables de Julián Álvarez para forzar el error ajeno y empujar la pelota contra la red, y en las exquisiteces repletas de arrojo, con las que Lionel Messi extasió al mundo entero.

El equipo fue de menor a mayor y llegó a la final (esta vez el azar nos asignó la camiseta celeste y blanca, que para algunos cabuleros, actuaba como garantía de triunfo por lo acontecido en las finales de los mundiales de 1978 y 1986).

En el primer tiempo Argentina bailó a Francia en todas las líneas. De hecho, el segundo gol parece más de Play Station que de la vida real. Los hinchas de Argentina se abrazaban y festejaban cada pase con la tranquilidad que aportaba el dominio absoluto del seleccionado albiceleste. Pero, como en una película de suspenso, sorpresivamente todo cambió con el empate de los franceses, que dejó a los jugadores y a los 47 millones de argentinos, paralizados. Dos apariciones de Kylian Mbappé fueron suficientes para para hacer añicos la serenidad que se respiraba.

Messi y sus aliados, aturdidos como un boxeador tras besar la lona, miraron el cielo, y recibieron una señal de Diego Maradona (yo elijo creer que fue así). Se pusieron de pie una vez más –tal vez por dignidad y amor propio, o quizás por el aliento imperecedero de 47 millones de compatriotas que se rehusaban a firmar una rendición. Luego vino el alargue dramático con un gol para cada bando, y llegaron los penales. Las manos del “Dibu” Martínez se lucieron y los disparos efectivos de los pateadores argentinos le bajaron el telón a esta obra trágica de fútbol, ansiedad y tormento.

El triunfo argentino se materializó en llantos de felicidad y cánticos que brotaron de todos los hogares.

Nadie se merecía tanto este logro como Messi. Porque nunca abdicó. Por las finales perdidas que le costaron ríos de lágrimas. Porque el fútbol le debía esta caricia. Porque como dijo Eduardo Galeano: “el único mesianismo que no es peligroso, es el mesianismo de Lionel Messi”. Aunque luego del triunfo agónico contra Francia, varios tendremos que empezar a dejarle propina al psicólogo.

(*)Internacionalista, docente universitario, autor de “Grietas y Pandemia”.

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