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Opinión VOCES. POR NICOLÁS DE ROSA

La Scaloneta como síntoma de argentinidad

En un mundo atomizado, en donde cada vez cuesta más sentirse identificado con un “todo”, una de las virtudes de la Argentina, es, justamente, la argentinidad misma como sentimiento unificador.
Nicolás de Rosa

Por Nicolás de Rosa

Estoy en Turín. Es de noche y nos juntamos con conocidos (casi todos italianos de distintas ciudades) a cenar y tomar cerveza. Ellos juegan a las cartas y yo veo el partido de Italia contra Macedonia del Norte, atónito, sin poder creer que lo que debía ser un trámite se convirtió en la tragedia de otro mundial (van dos consecutivos) sin la participación de los “azzurri”.

Leíste bien: yo, argentino, sufriendo con el partido, y mis pares italianos sin inmutarse por lo que estaba pasando (la calle, llena de gente relajada en bares al abierto, no presentaba síntoma alguno de derrota histórica). “No les importaría el fútbol específicamente a ellos” pensarás, pero pocas semanas después vi la final de la Liga Europa con dos de ellos (hinchas de la AS Roma), y las pasiones florecieron al ver campeón al “giallorosso”. Me explicaron: la selección nacional poco les importa; lo que importa es el club.

Comparemos con la Argentina: ¿qué pasaría de quedar afuera de un Mundial, hoy por hoy, la blanquiceleste? Por empezar, se blinda cierto local de comida rápida ubicado en plena Av. 9 de julio. Más allá de la capital (para no pecar de porteño-céntrico), el país entero se vería sumido en una congoja existencial. Un fenómeno del estilo se dio en 2002, cuando la combinación entre la crisis nacional total y la eliminación en primera ronda nos quebró a todos mucho más allá de lo estrictamente deportivo.

Ahora bien, ¿por qué es posible este abismo de reacciones? La respuesta más simple, a la vez que certera, tiene que venir con el nivel de fanatismo mismo de frente al balompié: suena trillado, pero la pasión argentina es única. Partamos del hecho palpable de que Buenos Aires ostenta el honor de ser la ciudad con más estadios de fútbol a nivel mundial, y que esto a su vez resulta en que cada barrio liga su propia identidad a la de su club local.

Créanme que esto es un fenómeno extraordinario y muy probablemente todos (al menos quienes somos de Buenos Aires) lo tengamos normalizado hasta el momento en que adquirimos la experiencia de vivir en una ciudad extranjera. Para continuar la comparación con Italia, puedo dar como ejemplo cercano a Turín (en donde vivo), una ciudad que alberga al equipo más victorioso del país (Juventus) y a su rival histórico (Torino FC), que si bien es actualmente un equipo de relevancia competitiva menor supo ser en su época dorada el equipo más importante del país (y uno de los más respetados en el mundo). No obstante esto, no se palpa en la ciudad el folclore al que estamos acostumbrados en Argentina: ni pintadas, ni charlas callejeras, ni tatuajes, y es muy poca la gente que porta los colores de los equipos (ni siquiera se ve esto en los propios barrios de los estadios). Lejos de pretender la simbiosis entre club y barrio que vemos por ejemplo en La Boca, Napoli es sin dudas el único caso de todas las ciudades que tuve el privilegio de visitar que se asimila a ese argentinismo: Napoli es la ciudad, pero Napoli es también el club que le dio al sur (a través de sus únicos títulos) un estatus nacional inédito.

Sin embargo, más allá de lo meramente deportivo o pasional hay otro factor que explica la particular pasión del argentino promedio por su selección nacional, y es un factor mucho más histórico, al mismo tiempo que mucho más político: la nacionalidad misma.

Contrario a lo que muchas veces se suele sostener a la ligera, Argentina no es una Nación joven como tal: por poner dos ejemplos, las unificaciones de Italia y Alemania fueron proclamadas en 1861 y 1871 respectivamente, mientras que en nuestro caso solemos disponer a 1862 (punto de referencia que se puede llegar a cuestionar) como la fecha de partida para el definitivo Estado-Nación argentino (esto es, cuando el país quedó constitucionalmente unificado bajo el liderazgo nacional de Mitre).

Lo que sí es realmente joven en la Argentina es la identidad argentina misma. Mejor dicho, no es que la identidad argentina sea más joven que, por ejemplo, la identidad italiana, pero si es mucho más joven que las identidades que hacen de partes a la identidad italiana: para simplificar, lo “argentino” es mucho más joven que lo romano, lo veneciano, lo napolitano, lo piamontés o lo siciliano. Este hecho implica que la Argentina nace mucho más rápida y efectivamente como una identidad nueva en donde la sociedad de Mayo se mezcló con las oleadas inmigratorias.

Por el contrario, en Italia (y otros países con pasados similares) la longevidad de las identidades locales lleva a que muchas veces éstas prevalezcan por sobre la nacional, a veces incluso en plena contraposición, como es el caso de gran parte del sur del país que hasta el dia de hoy condena históricamente la unificación italiana como un proceso, lisa y llanamente, de conquista.

A Massimo D’Azeglio se le atribuye la frase “Hecha la Italia, se necesita hacer a los italianos”. Como todo proceso de creación de una nación, tanto Argentina como Italia necesitaron imaginarios que hicieran que la sociedad se sintiera parte de un todo: o sea, parte de una Patria en común.

En Argentina este proceso fue bastante más rápido y efectivo que en Italia: guerra civil mediante, se fue conformando una liturgia nacional unificadora y los inmigrantes que llegaban terminaron formados por la tradición escolar normalizadora ideada por Sarmiento.

En la península itálica, por su parte, el movimiento de unificación nacional conocido como Risorgimento intentó crear una italianidad a través de la educación y el ejército, aunque tuvo resultados bastante modestos, al tiempo que el Estado italiano competía con la Iglesia su esfera de influencia y ejercicio del poder.

En el campo político, esto se ha traducido en proyectos que plantearon directamente (a la manera catalana) la secesión del territorio de origen, como es el conocido caso de la vieja Lega Nord (hoy, habiendo abandonado esos propósitos, sencillamente “Lega”).

En nuestro país, las animosidades entre las partes (provincias contra Buenos Aires, o viceversa) hoy no pasan de ser políticamente chicanas oportunistas, por lo general más comunes en época electoral. Sin embargo, ningún sector de la dirigencia (al menos, de la dirigencia no-marginal) plantea de forma seria tipo alguno de disgregación territorial. Yendo un poco más lejos, incluso las mencionadas chicanas no van contra la identidad nacional sino en el sentido mismo de ésta, y cuando “hay pica” entre provincias cada una se arroga a sí misma la auténtica “argentinidad”.

En un mundo atomizado, en donde cada vez cuesta más sentirse identificado con un “todo” o, por lo menos, con grandes colectivos, una de las principales virtudes de las que aún puede hacer gala Argentina es, justamente, la argentinidad misma como sentimiento unificador.

Hace 20 años y en medio de una crisis que parecía destinada a disgregar la nación misma la argentinidad no se esfumó y los distintos sectores sociales apostados en las calles levantaban los símbolos patrios contra lo que juzgaban una dirigencia política fallida.

Hoy esa argentinidad, todavía joven y atravesada por dificultades económicas, encuentra un catalizador en esta selección: la Scaloneta imbatible, depósito final de ilusiones patrias, selección argentinísima comandada por un Messi en máxima comunión espiritual con el Diego.

*Historiador (Universidad de Buenos Aires). Cursó una Maestría en Historia Argentina y Latinoamericana. Actualmente se encuentra viviendo y trabajando en la ciudad de Turín, Italia.

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